miércoles, 7 de enero de 2009
La guerra de nunca acabar
La guerra de nunca acabar
Por M. Á. BASTENIER
Israel se retira de Gaza en 2005; Hamás gana las elecciones -democráticas- en los territorios ocupados en 2006, y en junio de 2007 se apodera de la franja, tras eliminar la resistencia de los militantes de la Autoridad Palestina; Israel controla todo lo que entra y sale de Gaza manteniendo a su millón y medio de habitantes a nivel de subsistencia; más o menos simultáneamente Hamás hace llover sobre localidades israelíes cohetes artesanales que aterrorizan a la población, pero causan conciso número de muertos; a mediados de 2008, Hamás establece una tregua que expira el pasado día 19 y los terroristas ofrecen renovarla sólo si se levanta el cerco; Israel el 27 lanza la operación Plomo fundido para destruir a Hamás, lo que acarrea un gran número de muertos civiles en el territorio de mayor densidad del mundo, 5.000 habitantes por kilómetro cuadrado.
Es tarde para jugar a quién fue primero, si el huevo o la gallina. Hay que volver a lo básico: Israel ocupa una parte sustancial de Palestina más allá de la línea verde, la frontera del armisticio militar con Jordania de 1948, a ambos lados de la cual el Estado sionista se extiende por el 77%-78% del antiguo mandato británico, y los árabes retienen menos del 23%. Todo parte de ahí.
El 13 de septiembre de 1993, en la Casa Blanca y ante el presidente Clinton, Israel y la OLP firman un acuerdo marco para el establecimiento de una autonomía de naturaleza indefinida sobre todos o parte de los territorios ocupados en la guerra de 1967, que debía en el plazo de cinco años convertirse en una entidad política de naturaleza tampoco previamente definida, que debía hacer la paz con Israel. Pero no se preveía limitación alguna a la expansión de las colonias sionistas en el territorio, Cisjordania, Jerusalén árabe y Gaza, que, con poco más de 5.000 kilómetros cuadrados, tienen una extensión menor que las provincias de Madrid o Barcelona, en un territorio que es las tres cuartas partes de Cataluña.
En 1993 había en los territorios unos 200.000 colonos, incluyendo los instalados en Jerusalén-Este; hoy no bajan de medio millón, de los que una mitad vive en la parte árabe de la capital. La negociación era inviable: se discutía el reparto de un territorio mientras una de las partes, la que tenía todos los cañones, lo iba llenando tan rápido como inmigrantes recibía de la ya extinta Unión Soviética. Todo un torpedo en la línea de flotación de unas conversaciones que llamaban de paz.
Es probable que, cualquiera que fuese la amplitud de la retirada israelí, incluso hasta la línea verde, siguiera existiendo hoy Hamás u otra organización parecida, decidida a no reconocer a Israel y a recurrir al terrorismo -aunque el movimiento integrista ha dicho que aceptaría una tregua indefinida a cambio de la total retirada israelí-, pero lo seguro es que no tendría la fuerza actual, que nace del apoyo prestado por Israel al fundamentalismo en los años setenta y ochenta para debilitar a la OLP, y, más aún, de los continuos desaires infligidos a la AP en la negociación, primero con Yasir Arafat, y luego con su sucesor Mahmud Abbas.
La AP ha enarbolado todo este tiempo como programa la resolución 242 del Consejo de Seguridad, que pide la retirada completa de los territorios, y con mucha menor fe porfía por el regreso o una compensación económica a los palestinos que tuvieron que huir de lo que hoy es Israel, y a sus descendientes; el Estado judío sólo hizo público en las conversaciones de Camp David II, julio de 2000, una aproximación de mapa de retirada, que implicaba la anexión de cerca de un 20% de los territorios, grosso modo lo que ya está rodeado por un muro-verja-valla o separación, que incluye todo Jerusalén.
La hora de la verdad pudo haber llegado en marzo de 2002 cuando la Liga Árabe reunida en Beirut le ofrecía a Israel el reconocimiento pleno de todos sus miembros a cambio de una retirada también plena, y los dirigentes israelíes, como el hoy presidente Simón Peres, respondieron con sarcasmos. Nadie pedía, sin embargo, a Jerusalén que asumiera con fe ciega esa declaración; muy al contrario, habría hecho falta negociar a fondo para cerciorarse de que la oferta iba en serio, pero el desdén israelí probaba que Jerusalén sólo quería la paz de la victoria. Y de ésa, el pueblo palestino resulta que no tiene.
Publicado en EL PAÍS, el 07/01/2009
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