Por GERVASIO SÁNCHEZ
Estoy leyendo 'El Canto del pueblo judío asesinado', de Itsjok Katzenelson, cuyo rastro se perdió en Auschwitz después de haber descrito con pasión y desolación el gueto de Varsovia. Tengo encima de la mesa 'Una vida conmocionada' de Etty Hillesum, que también fue exterminada en el mismo campo de concentración. Y me está esperando 'Una mujer en Birkenau', de Seweryna Szamaglewska, que sobrevivió, además de la poesía completa de Hemann Broch. Y busco tiempo para continuar 'Vida y Destino', la obra cumbre de Vasili Grossman.
Me conozco toda la obra de Franz Kafka y Elias Canetti. Me he emocionado leyendo la poesía de Paul Celan. 'Sin destino', de Imre Kertesz, y 'Si esto es un hombre', de Primo Levi, son dos de mis libros de cabecera. 'Bella del Señor', de Albert Cohen, me marcó cuando era joven, igual que 'Llámalo sueño', de Henry Roth.
Si no hubiera conocido la obra de Hannah Arendt estoy seguro de que mi vida hubiese sido distinta. Sin las obras de los grandes escritores judíos no sé si sería mejor o peor pero sí mucho menos sensible al dolor que me rodea.
Uno de los momentos más emotivos de mi vida fue cuando me nombraron Enviado Especial por la Paz en la UNESCO en 1998. Me acompañaban Elie Wiesel, gran escritor y Premio Nobel de la Paz, y el violinista Yehudi Menuhin, a quienes mostré todas mis fotografías de 'Vidas Minadas'. Nunca olvidaré sus comentarios piadosos y su profunda sensibilidad ante el sufrimiento del Otro.
Espero que esta declaración de principios literarios (podría hacer una lista similar con mis músicos, artistas, cineastas y fotógrafos preferidos de origen judío), me evite los acostumbrados insultos de los cónclaves sionistas cada vez que alguien discrepa de sus interesados análisis en Oriente Medio.
Si alguien tiene dudas de cómo las gastan que le pregunte a Juan Cierco, el actual Director General de Información Internacional, que durante años fue corresponsal de ABC en Oriente Medio. Los sabuesos del Estado israelí volvieron loco a su diario con continuas cartas de protesta repletas de insultos (como es la costumbre). El delirio llegó hasta el punto de amenazarle con una querella criminal por apología del terrorismo.
O que le pregunte a nuestro ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, cuántas veces fue maltratado en la frontera con Jordania por la acostumbrada pandilla de prepotentes soldados israelíes y tuvo que esperar con sus derechos diplomáticos violados, siendo el Enviado Especial de la Comunidad Europea (con quien Israel mantiene la mayor parte de sus intercambios comerciales), a que viniesen a recogerlo desde la embajada española en Ammán.
O que le pregunte al gran periodista Manuel Leguineche qué le ocurrió en su último viaje a Israel (a la vuelta escribió un desolador artículo titulado 'Nunca volveré a Israel') cuando intentaba salir del país y los miembros de la seguridad del Estado (en su mayoría unos niñatos prepotentes que dan una imagen lamentable de su país) le volvieron loco con sus acostumbradas salidas de tono.
Pero vayamos al quid de la cuestión y partamos de un hecho mil por mil cierto: Israel podría borrar de un plumazo a cualquiera de sus vecinos árabes si sus fronteras actuales estuviesen en verdadero peligro. Ni Líbano, ni Egipto, ni Siria, ni Jordania, aguantarían un solo asalto militar en un uno contra uno. Aún más, con su increíble arsenal militar y la excelente preparación de sus soldados, Israel derrotaría con facilidad a todos los países vecinos en menos tiempo que en la guerra de los seis días de 1967. Ya va siendo hora de obviar la acostumbrada amenaza de los vecinos árabes para mantener un 'status quo' en la zona tan injusto que ha sido condenado en múltiples ocasiones por la ONU desde 1948.
Si sus vecinos son enanos militares, Hamás es lo más cercano a la cascarilla de una nuez podrida. Es absurdo que Israel considere a la fracción palestina una amenaza permanente y que necesite destruir lo poco destruible que queda en la franja de Gaza y, de paso, matar a centenares de civiles para ganar una simple partida.
Siempre he pensado que el terrorismo palestino, el actual, el de los setenta cuando secuestraban aviones, el de los noventa cuando utilizaban los coches bombas provocando el pánico y la muerte de civiles israelíes, ha perjudicado profundamente la justa causa del pueblo palestino, pisoteada desde hace más de sesenta años.
Una protesta menos violenta le hubiera granjeado la simpatía del mundo, pero que nadie se equivoque: Israel hubiese actuado con la misma contundencia. Sólo hay que recordar la época de la primera Intifada cuando las protestas a pedradas eran respondidas a tiro limpio por el ejército más poderoso de la región y, quizá, del mundo.
Muchas veces me han hecho la misma pregunta: ¿Cómo es posible que un pueblo con una historia colectiva tan horrible sea capaz de infringir tanto dolor al contrario? Hace 26 años, la matanza de los palestinos en los campos de refugiados libaneses de Sabra y Chatila, consentida por los soldados israelíes tal como demostró una investigación realizada en el estado hebreo, produjo una gran conmoción en Israel.
Era 1982 y recuerdo que muchos judíos se mostraban indignados ante la actitud de su ejército. Conseguí entrevistar a decenas de judíos que comparaban el sufrimiento palestino con su propio sufrimiento en el pasado. Algunos utilizaron palabras como exterminio, deportación, racismo para referirse a la matanza y exigían responsabilidades a sus autoridades.
Pero hoy la piedad ha sido borrada de la legislación moral de Israel por la continua propaganda de unos políticos sorprendentemente corruptos, capaces por un puñado de votos de lanzar campañas militares como la de 2006 en el Líbano o como la actual.
A la inmensa mayoría de los ciudadanos israelíes no les interesa el dolor ajeno. Salvo una minoría judía muy valiente que denuncia la ocupación y condena las permanentes violaciones de los derechos humanos, el resto se parapeta en un silencio que legaliza la brutalidad de su ejército. Como dice el periodista Chris Hedges «mientras honramos y lloramos nuestros propios muertos, nos mantenemos curiosamente indiferentes ante los que matamos». La conciencia enterrada en un ataúd. Ése es el verdadero problema de Israel. O cambia o se ahogará en su propia sed de venganza.
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