Vivimos tiempos inciertos, tiempos acelerados que previsiblemente se irán acelerando cada vez más. Tiempos de cambios radicales en la escena de la política internacional y de las relaciones económicas. Tiempo de transformaciones veloces en nuestros hábitos de vida, valores y comportamientos. Tiempo en el que los avances tecnológicos (redes de comunicación, ingeniería genética, medicina, etc.) nos imponen un ritmo de adaptación que a veces nos dejan sin aliento. Tiempo en el que la acelerada degradación de nuestro nicho ecológico es una amenaza seria para la supervivencia de las futuras generaciones.
La estructura de la familia tradicional, las mismas relaciones entre los empleados y sus empleadores, así como los valores en los que se han basado la relación de los docentes y progenitores con los jóvenes y adolescentes, por no hablar de la relación de pareja, pareciera que todo se está desmoronando bajo nuestros pies y que los valores que recibimos en nuestras familias, escuelas, universidades e instituciones no nos sirven ya como mapa ni referencias seguras en una realidad personal, social, política, económica y cultural cada vez más imprevisible, incierta y cambiante.
Las viejas ideologías y los sistemas dogmáticos que en el pasado conformaron nuestra visión del mundo tampoco han resistido la embestida de los tiempos pos-modernos que han cableado el planeta haciendo que la información circule a la velocidad de la luz, englobando en una sola red e interconectando culturas y sistemas de valores muy distintos entre sí. Ante este estallido de diversidad, los viejos monismos que sirvieron como tótem unificadores de nuestro mundo subjetivo y de nuestras sociedades se han visto rebasados, dejando vacíos y tierras de nadie en los que el caos y la disgregación parecen acechar como fuerzas ancestrales de las que el mundo civilizado creía haberse liberado.
Verdaderamente nos ha tocado vivir una época histórica de profunda transición. Aunque a decir verdad, todas las épocas históricas son de transición porque la historia misma es una realidad dinámica. Si bien es verdad que el dinamismo actual alcanza una velocidad de transformación nunca antes conocida por los seres humanos.
La transición de las culturas de cazadores-recolectores a la cultura agrícola duró miles de años. La transición de la cultura agrícola a la sociedad industrial apenas un par de siglos. La transición de la sociedad industrial a la sociedad de la información se está produciendo antes nuestros propios ojos en apenas unas décadas y seguramente esto no ha hecho más que empezar.
Es interesante observar el hecho que, en estos comienzos del siglo XXI, muchos hombres y mujeres del occidente hiper-tecnologizado se están volviendo hacia una vía de conocimiento surgida hace veinticinco siglos, en un lugar geográfico tan distante como el norte de India, surgida en el seno de una sociedad agrícola.
¿Qué encuentran los ciudadanos de las democracias occidentales, como la nuestra en la Vía del Zen, por ejemplo?
Básicamente una experiencia corporal, emocional, sicológica y espiritual profundamente clarificadora, pacificadora y liberadora.
En el núcleo de la experiencia existencial facilitada por la práctica del Budismo Zen se encuentra una profunda reestructuración del sentido de identidad. En definitiva, la pregunta esencial tanto hace veinticinco siglos como en la actualidad es ¿QUIEN SOY YO?
Las distintas culturas, ideologías y sistemas religiosos constituyen las distintas respuestas que los seres humanos hemos ido dando a lo largo de los siglos a esta pregunta.
Lo que el Budismo Zen nos trae es una tecnología espiritual que nos permite responder progresivamente a la pregunta ¿quién o qué soy yo? Esta respuesta no viene dada en forma de ideología, o de sistema dogmático, sino en forma de una experiencia profundamente personal, subjetiva, que afecta a la totalidad de nuestro ser individual y a nuestro ser-en-el-mundo-
Podríamos decir que en la raíz de nuestras angustias, miedos, incertidumbres se encuentra un sentimiento de identidad que nos separa, nos atenaza, nos opone y nos enfrenta al mundo, al mismo tiempo que escinde nuestra totalidad interior. Por ello, lo que la enseñanza budista nos propone es una profunda reflexión, una introspección sobre la naturaleza de nuestro sentimiento de identidad, de ser yo, y una transformación de las imágenes mentales ilusorias que nos hacemos sobre nosotros mismos y sobre la realidad.
La ilusión de la identidad
En el Budismo, la condición fundamental del sentimiento de identidad y del sufrimiento asociado a él es la ignorancia (avijja).
Esta ignorancia es un estado de ofuscación (ceguera, oscurecimiento) mental y emocional del que brota la ilusión de ser un “yo”, una entidad fija y estable, un ego permanente que se opone al resto del mundo. La creencia en este yo y el apego emocional a esta creencia es lo que hace que el equilibrio interno y la relación con el entorno se perturben.
El deseo básico del sentimiento de identidad es querer seguir siendo esa misma identidad para siempre jamás. Pero no hay nada idéntico a sí mismo. La misma esencia de la vida es cambio mientras que la esencia del apego es conservar, estabilizar e impedir el cambio. Es por ello que el cambio se nos presenta como sufrimiento. Vemos en todo cambio una amenaza para la sensación de identidad alcanzada. Si no sintiéramos apego a nuestra identidad virtual no nos sentiríamos perturbados por las transformaciones del yo ni por su desaparición. Entonces disfrutaríamos del cambio. Si este fuera un mundo absoluto y estático y si nuestra vida permaneciera inmutable no existiría la menor posibilidad de liberación.
No es, por tanto, el mundo ni su transitoriedad la causa de nuestro sufrimiento sino nuestra actitud interior marcada por el apego.
Ser siendo
Ser no es, pues, un estado. No hay ningún ser que sea siempre el mismo ser. Ser significa “siendo” (Heidegger). Es un proceso. El ser es un siendo que fluye hacia el océano del no-ser (muerte). “El ser es un siendo abocado a la nada” (Heidegger). Es un proceso abierto en el que muchos “siendo” se entrecruzan, se ínter influencian, se apoyan y se ínter generan de forma pluridimensional. Esta es la red de la vida. Una red de complejas interdependencias entre individuos fugaz y relativamente independientes.
La incertidumbre y la indeterminación no son exclusivas de la época que nos ha tocado vivir. Forman parte de naturaleza misma de la vida. En el budismo se dice que solamente podemos estar seguros de dos cosas: que vamos a morir y que no sabemos ni cuándo ni dónde ni cómo.
No tenemos más remedio que aprender a fluir sobre las olas de la realidad siempre cambiante.
Dokushô Villalba
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