Raj Patel, en 'Obesos y famélicos' (Los Libros del Lince), analiza el impacto de la globalización en el sistema alimentario mundial y describe cómo han cambiado los hábitos alimenticios con la poderosa irrupción de los supermercados
El lugar sagrado del sistema moderno de producción de alimentos es el supermercado. Una cadena de supermercados es un imperio de logística que gobierna y regula los feudos más pequeños de la industria alimentaria, como el dominio del comisionista sobre el agricultor o el del distribuidor sobre el comisionista. Con sus decisiones y su estrecha supervisión en cada paso en la cadena de productos, el departamento de compras de un supermercado puede despedir a los campesinos más pobres de Suráfrica, cambiar el destino de los cafetaleros en Guatemala o trastornar la producción de las plantaciones de arroz en Tailandia.
Los supermercados son inventos patentados y, como todas las innovaciones, respondieron a una necesidad específica en el momento y en el lugar en que fueron concebidos: a principios del siglo XX en Estados Unidos, una época de abundancia sin igual. Las ruedas de la industria estadounidense giraban rápido, y los productos manufacturados surgían en cantidades cada vez mayores, eran empaquetados y colocados en los estantes para la creciente población urbana. Los industriales estaban preocupados porque, de hecho, se estaba produciendo demasiado y los consumidores no podían comprar lo suficientemente rápido para absorber el aluvión de mercancías. Además, existía una inquietud paralela por el hecho de que incluso si los consumidores podían permitirse comprar, no lo harían por la simple razón de que no lo necesitaban. La técnica eterna para persuadir a alguien de que compre fue y sigue siendo bajar el precio. Para las empresas de supermercados de principios del siglo XX, hacer eso era un desafío, dado que el margen de ganancias ya era exiguo.
Una manera de lidiar con la encrucijada de coste y precio era aprovechar las economías de escala. Cuanto mayor era la empresa, mayor su poder para negociar rebajas en el precio que pagaba por unidad. Pero no existían corporaciones dedicadas exclusivamente a la venta al detalle de alimentos que fuesen lo suficientemente grandes para hacer eso. El gran tamaño era privilegio de las corporaciones manufactureras y de transporte. Los gigantes del mundo agrícola corporativo de finales del siglo XIX y principios del XX eran principalmente las procesadoras y las distribuidoras de alimentos, no los vendedores al detalle. Una empresa de transporte, la Atlantic & Pacific Tea Company (hoy más conocida como A&P), se dio cuenta de que se podía generar dinero no sólo al comerciar con los alimentos, sino también al venderlos al consumidor. Con tal fin, estableció una amplia red de tiendas de ultramarinos a las que proveía usando la creciente infraestructura de rutas y vías férreas, aprovechando los relativamente bajos costes de transporte y el ahorro resultante de poder vender sus propios productos directamente al minorista. Las hazañas logísticas de A&P sentaron las bases de lo que hoy en día se conoce como el supermercado moderno: una gran empresa capaz de negociar precios bajos con los proveedores, de asegurarse de que los estantes nunca estén vacíos, especializada en logística y marketing. Sin embargo, una vez que las mercancías llegaban a la tienda A&P, la experiencia de venta al detalle era esencialmente la misma: el dependiente estaba entre el comprador y la mercancía; los clientes aún tenían que pedir lo que deseaban y estaban alejados de los productos hasta que se decidían a comprarlos. Pero todo esto estaba a punto de transformarse. (...)
Mientras el oeste era pionero con el formato de autoservicio, la combinación de un virginiano espabilado que trabajaba en Tennessee y una serie de sucesos geopolíticos abrió la puerta a una verdadera revolución en el campo de la venta al detalle. En 1916, la confluencia de dos acontecimientos transformó el negocio en Estados Unidos: el primero fue que el país entró en la I Guerra Mundial, y a causa de esto, los precios de los alimentos subieron un 19% (en 1917 hubo revueltas en protesta por el aumento de los precios en Nueva York, Boston y Filadelfia). Los tenderos sintieron una presión muy fuerte para que bajasen los costes, dado que los consumidores estaban dispuestos a hacer muchos esfuerzos para encontrar comida más barata. Reducir los costes a través de la economía de escala fue una de sus opciones, pero el 11 de septiembre de 1916, el minorista Clarence Saunders transformó el negocio con una conmoción mucho más profunda que el ingreso de Estados Unidos a la guerra: abrió el primer King Piggly Wiggly en Memphis, Tennessee. En él codificó la revolución minorista clave que iba a reverberar durante el siglo XX. Todo consistía en transformar la relación entre el comprador y el vendedor de una manera que reducía al mínimo los costes de venta al detalle. Aquí lo dice con sus propias palabras, las que usó para sacar la patente 1.242.872 para la "tienda de autoservicio": "El objeto de dicha invención es equipar la tienda de tal de modo que el cliente pueda servirse a sí mismo; mientras lo haga, revisará la totalidad de las mercancías que la tienda ofrece, conveniente y atractivamente expuestas". Después de seleccionar la lista de los productos deseados, se requerirá que pase por un puesto de control y de pago en donde las mercancías elegidas puedan ser facturadas, empaquetadas y pagadas antes de dejar la tienda, de tal modo que el establecimiento quede liberado de una gran parte de los típicos gastos imprevistos, o de los gastos generales, que se requieren...
La nueva tienda combinaba la idea de que los consumidores comprasen por sí mismos (y así reducir el coste de personal) con la manera de asegurarse de que estaban expuestos a todo lo que estaba a la venta (maximizando los ingresos potenciales). La vista del plano de la patente de Saunders muestra cómo la geografía interna de la tienda propiciaba el control de las existencias y la arquitectura comunicativa en la que fue, en última instancia, la primera fábrica de consumo. Uno comienza por la entrada, pasa por un torniquete, coge una cesta, sigue por el laberinto de productos de aquí para allá hasta que llega a la caja, donde debe pagar. Hay un solo camino para seguir, no hay nadie con quien hablar y la tienda está diseñada ante todo para que se ponga la mayor cantidad de cosas posible en la cesta o en el carrito en el mínimo tiempo y con el menor coste para la tienda. Dentro, los consumidores se asemejan a ratas en un laberinto.
Lógicamente, algunos consumidores no entendieron muy bien el sistema. En Australia, los promotores de los supermercados contrataron a instructores que enseñaban a adultos y niños, hombres y mujeres, cómo empujar los carritos a lo largo de los pasillos. Y en los establecimientos de Estados Unidos, hoy en día, uno puede encontrar carritos infantiles con una banderita. Aunque se supone que sirven para que los padres encuentren fácilmente a los niños en los pasillos, los minicarritos cumplen con un propósito educativo: la bandera lo proclama muy claramente: "Cliente en prácticas".
Para Saunders, el supermercado era una cuestión tanto logística como educativa. Los dependientes que en los comercios tradicionales cogían los productos de una lista que el cliente les daba desaparecieron. Los empleados que habían sido dependientes en las antiguas tiendas fueron informados muy claramente de que en el nuevo autoservicio King Piggly Wiggly no debían ayudar para nada a los usuarios a elegir los productos, que ahora eran "libres" de hacerlo por sí mismos. Como los dependientes estaban obligados al silencio, los clientes sólo recibirían instrucciones acerca de la ubicación de las mercancías por medio de la arquitectura física del supermercado. Si bien el espacio fue diseñado a partir de las necesidades de los propietarios de ubicar las existencias, Saunders fue consciente de lo importante que era cautivar y entrenar al cliente como una parte integral de la logística de la venta. Fue una arquitectura que inauguraría la ciencia de la compra impulsiva y agresiva y supondría una enseñanza activa en las maneras del "consumismo". (...)
Aparte de las unidades de cuidados intensivos, hay pocos ambientes tan obsesivamente monitoreados y reconfigurados como los supermercados. Se ha invertido mucho dinero en asegurar que los súper hagan circular la mayor cantidad de productos posibles en el menor tiempo, lo cual supone un complejo malabarismo.
El espacio no sólo ha de permitir la reposición rápida de los productos y el control instantáneo del inventario, sino también tener una atmósfera que nos ayude a olvidar que estamos haciendo las compras en un almacén bien iluminado. Un grupo de estudiosos se ha dedicado a la labor de reconciliar el ambiente de venta al detalle con la percepción de los compradores, y llaman a su trabajo el "estudio de los ambientes". Con este propósito, se ha invertido mucho dinero público y privado para descubrir, por ejemplo, que el hilo musical es importante. Hay un animado debate en el tema de cómo el tempo musical tiene importancia en nuestras pautas de compra. Se debate qué cantidad de tiempo pasamos en la tienda y el nivel de irritación que nos causa hacer cola. Algunos gurús indican que, cuanto más lenta sea la música, más relajado será el paseo alrededor del perímetro del supermercado y más lánguidas nuestras incursiones a lo largo de los pasillos. Otros dicen que una música familiar, más que el tempo, es clave para que la penosa tarea de hacer la compra pase rápido. Con un nivel de preocupación similar, los investigadores también han estudiado el efecto del color en los supermercados, y han decidido que éste afecta a las compras simuladas, los índices de compra, el tiempo pasado en la tienda, las sensaciones placenteras, los estímulos, la imagen de la tienda y de las mercancías y la habilidad de atraer a un consumidor hacia el expositor de un producto. De hecho, todo, incluso el aroma del aire, el tipo de iluminación, la posición del producto y el revestimiento de las paredes, ha sido analizado profundamente. Y ello para que nos sintamos suficientemente estimulados para desprendernos de nuestro dinero, pero no tan bombardeados como para que nos vayamos apenas encontremos la leche (que, a propósito, está ubicada al fondo de la tienda porque es el artículo que solemos entrar a comprar más frecuentemente, y, por tanto, se coloca en un lugar estratégico para que, de camino, nuestros ojos pasen frente al mayor número de productos).
Aunque se manipula el ambiente de muchas maneras distintas, la materia sobre la que más se trabaja es, por supuesto, nosotros. Dentro del espacio del supermercado, estamos sujetos a una experimentación bastante intensa, si bien se logra que la experiencia sea lo menos invasiva posible. Por ejemplo, piense en las tarjetas cliente. Las compras que quedan registradas en ellas proporcionan a los supermercados un fondo de información orwelliano con el que pueden jugar: pueden asociar nuestro nombre, dirección y otra información demográfica con nuestros hábitos de compra, analizar nuestra voluntad colectiva (uno de los softwares más populares se llama VIPER, es decir, víbora) y adaptar consecuentemente el marketing. Como resultado, el marketing se ha afinado cada vez más. En 1996, la cadena de supermercados británicos Tesco había identificado 12 diferentes segmentos de mercado, cada uno de los cuales era atendido de manera distinta. A finales de ese mismo año, 5.000 versiones diferentes de su revista de marketing directo se enviaban por correo a diferentes segmentos de clientes, y a mediados de 1998, ese número había llegado a 60.000. Hoy, cada revista se configura individualmente, basada en la información que proporcionan las tarjetas cliente. Esto es exactamente lo que pensamos que queremos; nos produce mucho placer saber que somos distintos de cualquier otra persona, con necesidades diferentes respecto a la seguridad, al confort, las nuevas experiencias y la salud. Cuanto más armonice una empresa con nuestras preferencias, más productos podrá vendernos. La innovación que comenzó con que todos los productos estuviesen expuestos para que los consumidores pudiesen elegir, tiene su evolución contemporánea en el marketing personalizado. La clave para que esto funcione ha sido más y mejor información acerca de los deseos de los consumidores.
Sin embargo, las enormes cantidades de datos con los que nos rastrean y analizan tienen sus consecuencias. Brad Templeton, presidente del directorio de la Fundación Electronic Frontier, está preocupado. Cuenta la historia de la casa de un bombero que se quemó en Tukwila, Washington: "Una vez que uno supera la ironía del asunto -dice-, hay una historia más profunda". La policía sospechó que el fuego, que atrapó en la casa a la mujer y al hijo del bombero, había sido intencionado, ya que los forenses identificaron un tipo particular de combustible. Una de las pruebas incriminatorias fue la tarjeta de Safeway del bombero, que demostraba que hubo una compra de aquel mismo combustible. Por suerte, el verdadero pirómano confesó antes de que se iniciara el juicio. Pero la lección está clara: los datos fueron usados como prueba contra él. (...)
Wal-Mart es la mayor compañía del mundo, responsable del 2% del PIB de Estados Unidos y propietaria del segundo ordenador más potente del mundo tras el del Pentágono. El 80% de los estadounidenses son sus clientes y ha convertido en multimillonarios a los hijos del fundador. Ha generado más de 130.000 empleos en 2007, con docenas de personas que compiten por cada vacante, una estructura que promueve y recompensa desde dentro de la empresa, y con precios más bajos que los que las tiendas de barrio podrían ofrecer. Sus opositores dicen que es una pesadilla de mil millones de dólares para el erario público. Según su presidente ejecutivo, esto es "el foco de una de las campañas corporativas más organizadas, sofisticadas y costosas jamás lanzadas contra una empresa individual". Wal-Mart tiene pleitos actualmente por valor de miles de millones de dólares en demandas colectivas por discriminación contra empleadas, prácticas antisindicalistas y contratación ilegal. Uno podría argumentar que hay algo pernicioso sólo en Wal-Mart para que se encuentre sometida a tantos pleitos y escrutinio por parte de los sindicatos, los defensores de los derechos de las mujeres y los activistas contra la explotación. Pero la comodidad, los precios bajos y un paraíso de elección en supermercados van de la mano de la especulación de precios, la discriminación, las prácticas de explotación laboral, la destrucción de la comunidad local, la degradación del medio ambiente y las ganancias extremas. A pesar de todo, Wal-Mart no es una excepción, simplemente nos recuerda las reglas de conveniencia del supermercado. (...)
La forma de hacer negocios de Wal-Mart es despiadada y no sigue la consigna de la empresa de "siempre precios bajos". En los casos en los que la tienda tiene competidores, obviamente sus precios son más bajos, pero, en Nebraska, un cliente compró mercancías idénticas en dos tiendas Wal-Mart distintas con un 17% de diferencia de precio. ¿La razón? En el barrio de la tienda más cara, Wal-Mart ya había liquidado a la competencia y ahora tenía la libertad de subir los precios.
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