Escribo este artículo en la mañana del 5 de diciembre, en el templo zen Luz Serena. Desde hace varios días y hasta el lunes 8, un grupo de unas treinta personas estamos realizando el tradicional retiro de meditación zen que conmemora la iluminación del Buda Sakiamuni, que en la tradición budista zen se celebra el 8 de diciembre.
Durante estos días de retiro, nuestra vida es muy simple y se reduce a lo esencial. Nos levantamos temprano, mucho antes de la salida del sol, y pasamos largas horas en meditación silenciosa, bien sentados en la postura de meditación, bien trabajando en las tareas cotidianas, bien paseando por el maravilloso santuario de la naturaleza en el que está situado el templo.
Al mismo tiempo que la presencia silenciosa y casi invisible de treinta seres humanos se funde en el día a día con la presencia no menos silenciosa de los árboles y de las rocas, el mundo continúa girando y los teletipos de las agencias se recalientan lanzando las últimas noticias sobre el agravamiento de las crisis económica global.
Se espera que hoy salgan a las carreteras millones de personas para aprovechas los días de descanso del puente de la Constitución y salir, al menos por un tiempo, se esas grandes ratoneras en las que se han convertido las megápolis modernas. Los alumbrados navideños ya estarán colocados aunque los comerciantes afirman con preocupación que el consumo será menor este año. Parece ser que las noticias no son buenas: las Bolsas no dejan de perder dividendos, las regulaciones de empleo se suceden dejando en el paro a miles de trabajadores, la productividad decrece, el consumo cae, la economía se ralentiza y se enfría.
Ya se habla abiertamente de recesión y se nos dice que lo peor está aún por llegar: puede que entremos en una depresión económica tan grave o más que la histórica del 29 y puede que esto vaya para largo. Los gobiernos y los directivos del entramado económico-financiero no dejan de reunirse y de trazar estrategias para reconducir la crisis, que amenaza con dejar de ser una simple recesión económica para convertirse en un problema social de gran magnitud. Muchas de esas medidas son de índole tan técnica o macroeconómica que escapan a mis modestos conocimientos.
No obstante, hay una llamada generalizada al consumo que me resulta incomprensible, por suicida. Al parecer, una de las causas de la crisis es la bajada del consumo. La gente no consume porque no tiene dinero. Las empresas no invierten porque no tienen liquidez. No tienen liquidez porque los bancos no prestan dinero o lo hacen con cuentagotas. Los bancos no prestan dinero porque sus fondos se han volatilizado [se han convertido en nada o en mucho menos de lo que eran] debido al estallido de la burbuja financiera. Por ello, los gobiernos y los bancos centrales están “inyectando” dinero en el sistema, bien mediante planes de inversiones estatales, bien mediante la bajada de los tipos de interés, de puesta en circulación de más dinero-papel, etc. Todo ello con el fin de reactivar el consumo, y por lo tanto la producción, y por lo tanto la inversión empresarial, y por lo tanto la creación de puestos de trabajo, etc.
Es más de lo mismo. ¿Es la reactivación del consumo la solución? Pocos líderes políticos que estimen sus cuellos públicos estarán dispuestos a reconocer que ha sido precisamente la sobreproducción y el hiper-consumo de los últimos años los que han provocado la crisis actual, antes incluso que la crisis financiera. La tan traída y llevada crisis financiera es de hecho una crisis grave pero está actuando como cortina de humo para ocultar las sangrantes contradicciones del actual sistema económico en su totalidad, sistema que está basado en una producción y en un consumo insensatos y sin norte.
La activación del consumo no será la solución sino que agravará aún más la crisis global sumergiéndonos más profundamente en la contradicción y en el callejón sin salida al que nos está conduciendo el capitalismo en esta su última fase. Y tal vez esta sea una buena noticia si no fuera por la enormes repercusiones y disturbios sociales que acarreará. Las cuentas son muy simples: no podremos volver a los niveles de consumo del pasado [y no sería deseable hacerlo], no podemos seguir con el mito del crecimiento económico ilimitado, no podemos pretender extender el nivel de consumo de los países más consumistas a la totalidad de los habitantes de este Planeta porque… los recursos naturales que nos sustentan son limitados y porque las consecuencias de la expansión del modelo productivo-consumista “occidental” a la totalidad de los pueblos agotaría todos los recursos y destruiría el medio ambiente que nos sustenta. Es decir, sería un suicidio colectivo.
En el templo Luz Serena, durante los retiros, también comemos en silencio. Lo hacemos usando tres cuencos llamados en japonés oryoki. La palabra oryoki podría ser traducida como ”justo lo necesario”. Esto quiere decir que cada uno recibe justo los alimentos necesarios para mantenerse en buen estado de salud. Ni más, ni menos. No hay derroches ni desperdicios. Lo que el responsable del servicio pone en los cuencos -siguiendo las indicaciones del que los recibe- es lo que cada persona consume. Una vez terminada la colación, cada uno rebaña su cuenco hasta no dejar ni una minúscula partícula de alimento. Después, cada uno lava sus cuencos con un poco de té, que es ingerido a continuación. De forma que, una vez concluida la comida, los cuencos están limpios y listos para volver a ser usados en la siguiente comida. Los alimentos sobrantes no servidos son reciclados e incluidos en la próxima colación. Nada se tira, nada se malgasta. Este es el espíritu del Zen.
Esta actitud ante los alimentos no se ciñe exclusivamente a ellos, sino que se convierte en una actitud general ante la vida: usar “justo lo necesario”. Según la F.A.O., los hambrientos del mundo son 1.000 millones en 2008, cuarenta millones más que el año pasado. Piensen: España tiene una población de 46 millones; la Unión Europea cuenta con unos 495 millones (estimación del 2007). Mil millones de personas no tienen ni lo necesario para comer y en los países llamados desarrollados se alienta el consumo desorbitado para que la maquinaria no se pare. La ecuación es muy simple: una minoría de la población mundial consume más de lo necesario y la mayor parte no tienen ni lo necesario. Y hay una relación directa entre ambas situaciones. No creo que el derroche de recursos sea una solución a la crisis. Por supuesto, las soluciones serán muy complejas y atañirán a muchos aspectos, pero la incitación al consumo desaforado, además de un suicidio, es una injusticia universal.
De aquí al año 2025, dos mil millones (2.000.000.000) de seres humanos engrosarán la población mundial. La casi totalidad de ellos, el 97 %, nacerán en los países pobres del Sur y conocerán una infancia miserable con graves carencias en materia de alimentación, agua potable, alojamiento, educación y salud. De entre ellos 120 millones morirán antes de su primer cumpleaños y 160 millones no cumplirán cinco años. ¿Qué mundo es éste que estamos creando? ¿Con qué vergüenza podemos llamarnos “civilizados” los habitantes de los países ricos del Norte? ¿Cómo podemos ser felices, nosotros, el 3 %, encapullados en la burbuja de este bienestar ciegamente egoísta, mientras el 97% por ciento de la Humanidad vive en condiciones lacerantes de miseria física y emocional?
En ningún momento de la historia humana, los países llamados desarrollados hemos contado con tantos medios técnicos como ahora. En los últimos cien años nuestras capacidades tecnológicas y nuestro poder de transformar nuestras condiciones de vida han crecido más que en los últimos diez mil años. Sin embargo, hemos amanecido en un siglo carente de ideales nobles y de proyectos auténticamente humanos. Con los conocimientos y los medios que actualmente contamos como especie podríamos erradicar en seis meses la pobreza y la miseria de todo el planeta. Pero no lo hacemos. ¿Por qué? Porque aunque seamos gigantes en tecnología, seguimos siendo unos enanos en desarrollo ético y espiritual. Usamos la tecnología para divertirnos, para fabricar coches cada vez más sofisticados (juguetes de adultos-niños), para representar nuestra prepotente farsa de inmortalidad. Jugamos a ser dioses. Concebimos la actividad económica como un juego de monopoly.
Creemos disfrutar del bienestar material que nos proporciona nuestro poder tecnológico, pero en el fondo nos corroe nuestra miseria y nuestro vacío moral. Como Vicente, nos dejamos ir hacia donde va la gente. Y la gente va allí adonde le dice la televisión y los medios de dirección de masas, en cuyos consejos de administración se sientan los oligarcas cuyas conciencias anestesiadas perciben el mundo desde la vigésima planta acristalada del imperio. Sin embargo, lo que nos define como seres humanos es nuestra conciencia moral. Si no hay conciencia moral no hay humanidad, sólo barbarie, oscuridad, dolor y sufrimiento. Si quisiéramos, si despertáramos la conciencia necesaria, podríamos acabar con la pobreza en seis meses. En este mundo hay suficiente espacio y alimentos para todos y no hay mayor felicidad que ver el propio rostro reflejado en el rostro feliz de otro ser humano.
¿De qué nos sirven nuestros cachibaches, nuestras lavadoras, tostadoras, aspiradoras, ascensores, calefactores y maquinillas de afeitar? ¿Para qué nos sirve nuestro bienestar si no podemos compartirlo con los demás? Como decía André Malraux, “el siglo XXI será espiritual o no será”. O recuperamos nuestros más nobles ideales, nuestra conciencia moral más profunda, o pereceremos abotargados en el mullido sofá de nuestro bienestar.
Si el actual sistema político y económico mundial es incapaz de asegurar una vida digna a los niños de hoy y de mañana, tenemos que reconocer que este sistema está caduco. No sirve a los intereses de la mayoría de los seres humanos. No es democrático, pues el primer derecho democrático de todos los nacidos no puede ser otro que el derecho a una vida digna. ¿Cómo pueden ser felices los propietarios de las grandes fortunas del mundo cuando millones de niños mueren cada año por falta de alimentos o de agua potable? Llegará el día en que la acumulación vergonzosa de riqueza será considerada Crimen contra la Humanidad.
Dokushô Villalba
Publicado en la revista Dharma nº 7
No hay comentarios:
Publicar un comentario