Por José Vidal-Beneyto
Estados Unidos es el primer país del mundo por su potencia política, económica, científica y tecnológica, y el referente privilegiado de la democracia mundial. Sin olvidar que todos los que hemos vivido y trabajado allí podemos dar fe de la práctica ejemplar de su democracia cotidiana. Por todo ello resulta preocupante e inaceptable la regresión que se ha producido en diversos ámbitos durante la presidencia de George Bush, en particular después del atentado del 11-S y con ocasión de la guerra de Irak, en materia democráticamente tan decisiva como el reconocimiento y respeto de los derechos humanos. Los sucesos de Abu Ghraib, de los que existen abundantes documentos escritos y fotográficos; los testimonios de los detenidos en Guantánamo; las revelaciones sobre las prisiones de la CIA localizadas en Europa; el escándalo que representa Bragam, un súper Guantánamo, y, por último, el veto del presidente Bush a la ley votada por el Congreso prohibiendo los actos de tortura y en particular el waterboarding. Ese veto corona los intentos de la Administración norteamericana para legitimar la tortura, cuyo acomodo jurídico se inició cuanto Alberto Gonzales fue nombrado fiscal general por el presidente Bush.
A ese proceso legitimador, el veto presidencial aporta su confirmación política y las series televisivas Lost, 24 horas chrono, Alias, Law and order le añaden la consagración mediática. En un estudio realizado por la organización Human Rights First se cuentan hasta 624 escenas de tortura emitidas en la televisión norteamericana, entre 2002 y 2005, en horarios de máxima audiencia. Su gran héroe es Jack Bauer, protagonista de 24 horas chrono, que para Joel Surnow, su creador, lejos de ser un torturador es el gran luchador por la libertad y la democracia. Bill Kristol y Lawrence Kaplan, dos neocons y promotores de la guerra total de George Bush, califican los desastres de Afganistán e Irak, con ya cerca de 300.000 muertos, como las dos primeras grandes victorias de la democracia en Oriente Medio. Christian Salmon, en su espléndida crónica sobre este tema en el diario Le Monde del 15 de marzo pasado, nos recuerda la justificación de la tortura por parte de Antonin Scalia, juez en la Corte Suprema de Estados Unidos, quien alaba el ejemplo del citado Jack Bauer, pues habría salvado gracias a las prácticas torturadoras, al menos en la pantalla, centenares de miles de vidas. Finalmente, en el ámbito universitario, el profesor Alan Dershowitz, de la Universidad de Harvard, alegando la inseguridad en que nos sitúa la amenaza terrorista, recurre al argumento del estado de necesidad (necesitamos imperativamente la seguridad para poder seguir viviendo en comunidad) que convierte a la tortura en un mal menor.
Esta democratización finalista de la tortura, que supone una malversación de los derechos humanos y, por tanto, una perversión absoluta de los principios y valores democráticos, obliga a los demócratas de todo el mundo y en particular a los comprometidos en su defensa a pedir su rectificación. Obligación que la Convención Internacional contra la Tortura, de alcance universal, permite hacer efectiva en cualquier lugar y que, por tanto, nos concierne e interpela directamente a todos, sea cual sea nuestra nacionalidad, allí donde nos encontremos. A los españoles también.
Este artículo está respaldado por otros 47 firmantes, entre ellos, Fernando Álvarez de Miranda, Óscar Alzaga, Rafael Calvo Ortega, Manuela Carmena, Rafael Fernández Montalvo, Enrique Gimbernat, Luis González Seara, Carlos Jiménez Villarejo, José Antonio Martín Pallín, Federico Mayor, Alberto Oliart, Salvador Pániker, Gregorio Peces-Barba, Javier Pérez Royo, Antonio Remiro Brotóns y Miguel Satrústegui.
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