sábado, 19 de abril de 2008

¿La paz sea contigo?, por Federico Mayor Zaragoza


De verdad queremos la paz que nos deseamos? Salam, shalom… (paz) y, a continuación, la intransigencia, el enfrentamiento, la confrontación. “Si quieres la paz, prepara la guerra”, ha sido el adagio perverso que, para beneficio de los productores de armamento, se ha utilizado desde el origen de los tiempos por parte del poder, que disponía, como un supuesto incuestionable, de las vidas de sus vasallos. Y así hasta estos turbulentos, pero esperanzadores albores de siglo y de milenio, porque se ha ganado en conciencia global y conocimiento profundo de la realidad; porque la moderna tecnología de la comunicación permite la participación no presencial, lo que fortalecerá la autenticidad democrática, y porque –lo que es muy relevante– la mujer amplia- rá en pocos años el magro 5% que tiene hoy en día como porcentaje de influencia en la toma de decisiones. Y la conclusión será que la humanidad tomará en sus manos las riendas de su destino y hará posible, por fin, el inicio de la Carta de la ONU: “Nosotros, los pueblos…”.

Sí, serán los pueblos, la sociedad civil, la que irá constituyendo progresivamente democracias genuinas, en las que los votantes cuenten, además de ser contados en la elecciones, en las que sean tenidos en cuenta todos los días y no solo en el momento del recuento. El gran cambio será la transición de súbditos a ciudadanos, de una cultura de imposición y violencia a otra de conversación y conciliación, de la fuerza a la palabra. De preparar la guerra a preparar la paz. “Si quieres la paz, ayuda a construirla con tu comportamiento cotidiano”, siendo actor y no espectador impasible y pusilánime. El tiempo del silencio ha terminado, tanto a escala personal como, sobre todo, institucional. Me gusta repetir que el silencio de los silenciosos es más oprobioso que el de los silenciados. Atreverse a saber… y saber atreverse para contrarrestar el omnímodo y omnipresente poder mediático que nos llena de zozobra y nos uniformiza, hasta el punto de aceptar lo inaceptable (gastar a diario 3.000 millones de dólares en armas, sin contar con el disparate de los escudos antimisiles, mientras mueren de hambre cada día 60.000 personas).

Distraídos, no vemos lo invisible, lo ordinario. Solo vemos lo visible, las informaciones que describen lo extra-ordinario, lo insólito, lo atípico. Es necesario conducirnos educadamente, es decir, en virtud de nuestra propia reflexión, “dirigiendo con sentido la propia vida”. Es preciso ir poniendo tantas cosas trastocadas en su sitio: los valores democráticos –que, según la Constitución de la Unesco de 1945, son la justicia, la libertad, la igualdad y la solidaridad– en lugar de las leyes del mercado, que, como era previsible, han ampliado las brechas y desgarros sociales en lugar de reducirlos; una ONU fuerte en la que se hallen representados “los pueblos” y que cuente con los recursos personales, financieros y tecnológicos que le permitan tener la autoridad democrática que nunca tendrá la fórmula plutocrática de los G-7/G-8; una economía de desarrollo global –con grandes inversiones en fuentes de energía renovables y de bajísimo coste que permitan un acceso generalizado a bienes materiales, la producción, transporte y reciclaje del agua para todos, la vivienda…– en lugar de la actual economía de guerra y especulación, que concentra la riqueza cada vez en menos manos.

No hay economía de guerra sin guerra, sin preparación para la guerra, sin pretextos para armarse hasta los dientes. Los únicos capaces de oponerse a esta inercia colosal son “los pueblos”, es el poder ciudadano, una sociedad civil consciente que no se deje embaucar, que no apoye más que a los gobernantes que, con valentía, estén decididos a la puesta en práctica de los principios universales tan lúcidamente expresados en la Carta de la ONU y en la Declaración de los Derechos Humanos.

La política debe basarse en unos principios éticos generalmente aceptados. Incorporar determinados valores religiosos es inadecuado y peligroso, como también lo es –y la experiencia actual lo demuestra– basar la acción política en aspectos estrictamente económicos. “Es de necio confundir valor y precio”, sentenció don Antonio Machado.

Por eso era tan necesaria y oportuna una declaración en la que la excusa del choque de civilizaciones quedara definitivamente excluida y se hiciera –desde la serenidad acreditada de Montserrat– un llamamiento firme a la implicación ciudadana, a la asunción de responsabilidades por parte de todos. Si unimos nuestras voces y manos, abiertas, tendidas, nunca más alzadas, entonces lograremos, en un gran clamor popular, reorientar los erráticos rumbos presentes.

La declaración denuncia la información engañosa que se difunde sobre las causas de los conflictos y apremia, de manera muy concreta, a la aplicación urgente de una solución política para la dramática e inacabable situación en Oriente Próximo, así como en otros lugares del mundo. Creyentes o no, los seres humanos deben ser respetados por igual e involucrarse en acciones solidarias con los más menesterosos.

La única condición para el diálogo, abierto a todas las opiniones, es la no violencia, la no imposición. “Todos en el mismo barco –Jesús, Buda, Mahoma–. Todos tenemos el mismo destino”, subrayó en la reunión de Montserrat el ex presidente de Irán, Mohamed Jatamí. En el mismo barco, con el mismo rumbo. ¿Tan difícil es provocar la “explosión espiritual” de la que hablaba Federico García Lorca, que significaría cambiar la fuerza por la palabra? Las religiones deben disponer de eficientes mecanismos de contacto e interacción –como establece la declaración, para su eficaz seguimiento– con el fin de evitar prejuicios y estereotipos y ser capaces de contribuir a la construcción de un futuro común donde el deseo de paz deje de ser un saludo para convertirse en una realidad.

Federico Mayor Zaragoza es presidente Fundación Cultura de Paz

Fuente: El Periódico (15/04/08)

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