“Queremos que los extranjeros nos devuelvan América”, gritaban los seguidores del Tea Party. A pesar de los resultados de las elecciones, la deriva de Estados Unidos no podrá materializar su “anhelo” porque la historia del país norteamericano impide distinguir a qué extranjeros se refieren.
De los más de 300 millones de habitantes de Estados Unidos, quedan menos de 3 millones (1%) de americanos autóctonos. El resto son descendientes de ingleses, holandeses, alemanes, polacos, italianos, irlandeses, latinoamericanos, franceses, africanos, rusos, indios, chinos, etc.
Que no se asuste el lector. No se trata de algún mareo ni leyó mal: los únicos americanos puros que quedan en Estados Unidos viven en reservas “autónomas”, donde abundan los problemas educativos, de alcoholismo y de drogadicción. Los pueblos indígenas nativos han vivido siglos de genocidio, de explotación y de despojo de sus señas de identidad y culturales. Les dieron la Biblia, se quedaron con sus tierras y se han llevado sus riquezas naturales.
El hombre blanco se condujo por la creencia calvinista en la predestinación. Para saber si uno había sido elegido por Dios para ser salvado, “tenía que buscar las señales de la divina gracia: la industriosidad, el trabajo y un ascetismo mundano típico de las sectas calvinistas”, escribe el historiador y sociólogo Salvador Giner. Ese ascetismo individualista se convirtió en el único medio para alcanzar la salvación. Hicieron de la contemplación y el gozo un pecado.
La necesidad del capital y de la banca, la fe en el préstamo y el crédito y el máximo beneficio han formado parte de la moral calvinista que se impuso en gran parte de Europa y de Estados Unidos. La crisis económica por la que el “electorado” ha castigado al Partido Demócrata obedece más a esa concepción de la vida que a los desaciertos de Barack Obama.
El genocidio de pueblos enteros se apoyó en una moral calvinista llevada al extremo. Consideraban animales a los indios nativos. Tanto los primeros gobernadores holandeses como los ingleses ofrecían recompensas por sus cabelleras. En 1703, la cabellera de un hombre en Pennsylvania estaba valorada en 134 dólares por 50 de la de una mujer.
El presidente Andrew Jackson utilizó el Removal Act de 1830 para expulsar a los indios de la costa del Este hacia el oeste del Río Mississippi; incluso a aquéllos que hubieran sido bautizados y que hubieran abrazado la fe de los conquistadores. Todo se justificaba por la “carga del hombre blanco” ante la supuesta holgazanería de los nativos; los consideraban “sucios”, “vagos”, “ladrones”, dignes de pieté (lastimosos), impíos.
El culmen del genocidio llegó con la destrucción de los bisontes para quitarles sus medios de subsistencia y con la masacre de Rodilla Herida, en 1890. Los gobernantes convirtieron las reservas en la única alternativa ante semejantes incidentes de violencia que ellos mismos provocaban.
Los descendientes de ingleses, de holandeses, junto con los europeos que llegaban de otros países, construyeron una gran nación a partir de ese genocidio del que poco se habla y a costa de la esclavización de millones de negros traídos de África. Todavía hace cincuenta años, los autobuses y los restaurantes tenían lugares reservados para los hombres blancos. Las oportunidades que encontraron millones de extranjeros en estas tierras hicieron que se hablara de sueño americano y de tierra de libertad y de oportunidades a pesar de este racismo.
En las elecciones, los políticos se han servido del populismo para atribuir el desempleo y el resto de problemas de Estados Unidos a la creciente presencia de extranjeros.
“El país gobernado según los sueños de un miembro de la tribu Luo de la década de los '50”, dice en Forbes un profesor de nombre poco americano, Dinesh D’Souza, al referirse al padre del presidente. Según el profesor, el señor Obama despotricaba contra el mundo porque le negaba la realización de sus ambiciones anticoloniales. Como si la lucha anticolonial careciera de legitimidad.
Algunos partidos políticos y periodistas en otros países sostienen que quienes critican al Tea Party desconocen su ideología. Pero los slogans dejan ver que su ideario se aleja de lo que convirtió a Estados Unidos en una potencia y en un gran epicentro académico y científico: un crisol de culturas que emprendieron juntos su búsqueda de libertad y de la felicidad.
(*) Carlos Miguélez Monroy es Coordinador del CCS y periodista
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