lunes, 13 de octubre de 2008

Le Clézio: Premio Nobel y su fascinación por México

La magia y el oro

Premio Nobel de Literatura 2008, Jean-Marie Gustave Le Clézio es un humanista, un erudito que penetra en la esencia y la existencia de las culturas; es también un viajero incansable.

Los siguientes textos dan cuenta de su fascinación por México y de la sutileza de su escritura.

La mayoría de los estudios que se han publicado sobre la obra de Jean-Marie Gustave Le Clézio destacan el hecho de que su estancia en México marca un giro radical en el desarrollo de su obra. Algunos la consideran como parte de su evolución; otros la ven como una ruptura. Le Clèzio se refiere a ella como “la experiencia que cambió toda mi vida, mis ideas sobre el mundo y sobre el arte, mi manera de ser con los otros, de caminar, de comer, de amar, de dormir y hasta mis sueños”. En cierto modo, ese impacto que comienza con su contacto con los indios emberas en Panamá, empieza y continúa con su larga presencia en México.

En 1968 fue expulsado de Tailandia, en donde hacía su servicio social, y lo mandaron al Instituto Francés de América Latina de la Ciudad de México. En la biblioteca leyó a Artaud, encontrando en él a un hombre moderno que descubrió un pueblo “primitivo e instintivo” que reconoció la “superioridad absoluta del rito y de la magia sobre el arte y la ciencia”. Leyó también códices y crónicas precolombinas. Y se fue a Panamá, al encuentro de los indios emberas. Era, dice Le Clèzio, “como si hubiera penetrado en las páginas de Bernardino de Sahagún, o de Motolinía, y pudiera vivir el mundo tal y como estaba antes de la destrucción de la Conquista”. Lo que había leído en la historia de México, lo vivía en Panamá.

Siguió después una larga experiencia mexicana que duró 12 años. Vivió entre los purépechas, al pie del Paricutín. Tradujo las profecías del Chilam Balam y la Relación de Michoacán, porque esos libros aún están vivos. Gracias a uno de sus amigos purépechas pudo percatarse de que, a pesar de la Conquista y de la mundialización, los indígenas americanos han sobrevivido preservando no sólo sus costumbres y su lengua, sino sus conceptos y su filosofía.

Le Clézio había manifestado un gran malestar frente al mundo occidental moderno. En el mundo indígena descubrió otra manera de vivir. No es el viajero que describe un mundo exótico, es un escritor que cree con intensidad que existen dos mundos: uno que se pierde y otro, el de las culturas que destruyeron los españoles a su llegada, que todavía hoy puede ser un modelo para la salvación del mundo moderno. Son dos modos de ser de la especie humana.

El sueño mexicano condensa su perspectiva del contraste de los dos mundos: el mundo occidental y el mundo de los indígenas americanos. El de los españoles era un sueño extraño y cruel, de oro y de tierras nuevas, sueño de poder. Era el producto de los principios de la Edad Media: el fundamento de los hombres modernos individualistas y escépticos, soldados de la era moderna, materialistas que cuentan con sus armas y sus técnicas.

Por su parte, los indígenas eran totalmente extraños a ese mundo español. Los mayas, los totonacas, los mexicas eran pueblos profundamente religiosos, era una civilización mágica. Y la Conquista fue el encuentro de dos sueños: de un lado la magia y del otro el oro. Y fue el fin de ese mundo: la condenación de los sueños y mitos indígenas por la llegada de un puñado de aventureros. Después vino el silencio. Un silencio que se “cierne sobre una de las más grandes civilizaciones del mundo, llevándose su palabra, su verdad, sus dioses y sus leyendas; en cierto modo, también es el comienzo de la historia moderna. Al mundo fantástico, mágico y cruel de los aztecas, mayas, purépechas, sucede lo que se llama la civilización: la esclavitud, el oro, la explotación de las tierras y los hombres”.

Como afirma Le Clézio, su estancia de una docena de años en México todavía no ha terminado. Si bien sus libros surgen en los diferentes puntos del mundo a los que se siente vinculado —lo que lleva a algunos a ver una época de escritos “autobiográficos”—, en ninguno alcanza la intensidad de sus escritos mexicanos (La fiesta encantada, Diego y Frida, El sueño mexicano, Tres ciudades santas…), ninguno contiene esa enérgica combinación de indignación y admiración, que renovó en Urania, una novela de 2006.

Nació en Niza, pero su padre conservaba las costumbres de la isla Mauricio. De tal suerte que siendo francés, culturalmente se siente mauriciano. Durante su primer viaje fascinante a los ocho años, cuando con su familia fue a alcanzar a su padre que trabajaba como médico en África, escribió su primera novela. Tal vez por eso los viajes siempre han sido su fuente de inspiración. Por su doble pertenencia al mundo desarrollado y al pobre mundo dominado —Mauricio fue una colonia—, Le Clézio se encuentra siempre entre diversos mundos. Y si escribe es para “molestar” a la gente, para vincular mundos, y abrir los ojos del mundo moderno desarrollado a lo que pasa en otros lados.

Refiriéndose a los indígenas americanos, Le Clézio dice: “Por qué no los escuchamos? […] Yo tengo ganas de escucharlos”.

El Premio le fue concedido por haber explorado la humanidad más allá de la cultura reinante. En México él descubrió que esa espléndida cultura que los españoles quisieron destruir, “el mundo indígena, dejó una marca inmortal en la superficie de la memoria. Y que la historia del mundo indígena es un sueño que todavía no tiene fin”.

El silencio mexicano…

En la Universidad de Albuquerque, Humberto Rivas le hizo una larga entrevista a Le Clézio que fue publicada en enero de 1993 en el suplemento cultural El Semanario, del periódico Novedades, que dirigía José de la Colina. Con la autorización del autor, reproducimos el siguiente fragmento.

Usted ha escrito algunos libros sobre las antiguas culturas mexicanas, ¿podría explicarnos por qué le interesa el tema?

No sé exactamente por qué me interesa, sin embargo puedo decir que es un trabajo que empecé en los años ochenta. Lo primero que atrajo mi atención fue la obra de Jacques Soustelle; yo estaba en la Ciudad de México realizando una especie de servicio civil para Francia. Mi trabajo consistía en acomodar libros en una biblioteca, era un trabajo muy aburrido, y entonces yo leía todo lo que había ahí para matar el tiempo. Empecé por las obras que este autor había escrito sobre México y continué con las principales obras de los cronistas de la Conquista. Me pareció el contacto más interesante que había habido en la historia de la humanidad, entre el Occidente y este mundo completamente distinto. Esto fue lo que incitó a escribir sobre el tema.

¿Se interesa de la misma manera por el México contemporáneo?

Sí, por supuesto. Me interesa el contacto entre el mundo occidental del Renacimiento y el mundo prehispánico; me atrae mucho porque es un encuentro que está todavía vivo en México, es algo que se puede sentir a cada momento viviendo en la Ciudad de México. Se puede ver en la vida cotidiana, en la comida, en las relaciones entre las personas, en el comportamiento, en una cierta timidez del mexicano: el silencio mexicano, que es muy importante para los que vienen de una civilización en la que hay mucho ruido, muchas palabras… Un comportamiento que tiene algo de similar con el zen, con el espíritu del zen del Oriente. Y también hay un conocimiento de la naturaleza, un respeto por ella, que creo que es típicamente indígena en la vida mexicana actual. Hay que recordar que la Constitución mexicana es la única constitución que menciona las aguas de los ríos y las selvas como tesoro común, como tesoro de la nación. Éstos son los aspectos que me dan la impresión de que el encuentro todavía sigue, porque ahora mismo en México estamos en este mismo tipo de confrotación entre una civilización materialista que es más o menos la norteamericana y las tradiciones que pertenecen al lado indígena, o prehispánico, de México. Esto aún está vivo. Si la Ciudad de México es este infierno actual, es porque también sufre este choque entre la sensibilidad profunda mexicana, que odia la contaminación y los problemas de las grandes capitales, y el mundo moderno que impone su modelo como definitivo, como modelo último.

Cuento

Hotel de la soledad

Eran todas diferentes y sin embargo tan parecidas (el ruido de los carruajes de caballo en Mérida, la muchedumbre en Constantinopla, el estruendo de Tokio).

Era el recuerdo de otra vida, para Eva, un tiempo sin límite. Había estado en el hotel toda su vida, viajando sobre trasatlánticos lanzados a la aventura de los mares, de escala en escala, entre Venecia y Alejandría, o sobre el mar de Cortés, de Topolobampo a La Paz. Había conocido todo, el amor y la fiesta, en tiempo de festivales, la riqueza, la celebridad semejante a una voluta de humo, luego todo se había fundido de ciudad en ciudad, en las galas de pacotilla y los amantes de encargo, y ahora que ella era una mujer vieja y sola, no le quedaba más que la riqueza de los recuerdos.

Había, en estas habitaciones de hotel, ora suntuosas, ora sórdidas, algo de magnífico y de patético a la vez, como el reflejo exagerado de la vida. La aventura que nada detenía, la quemadura del amor que ya no está, la desaparición de los rostros, una retirada continua del mundo, una exquisita amargura. Ahora, en este cuarto de hotel de Almuñecar con un nombre que ella casi había inventado y que le había sido destinado desde el inicio, ella recordaba todo lo que había conocido, todo lo que había vivido. Lo que amaba por encima de todo era la inmersión, al pie de las escaleras, pasada la esclusa, en el tumulto de las ciudades. Eran todas diferentes y sin embargo tan parecidas (el ruido de los carruajes de caballo en Mérida, la muchedumbre en Constantinopla, el estruendo de Tokio). Para no perderse, colocaba sobre las mesas los mismos libros abiertos. Cada día pasaba una página de Impresiones de África, de Nadja, o de Poésies, quizá para exorcizar la muerte. Porque justamente pensaba en Raymond Roussel, en su cuerpo frío y ya tieso que los domésticos se llevaban, con el fin de que la recámara estuviera siempre bien pulida, siempre bien irreal. Pensaba en el joven montevideano, en su rostro de ángel exangüe vuelto en la habitación anónima. Acostada en la cama matrimonial, soñaba despierta mirando el plafón o el humo de sus cigarrillos que dibujaba letras ilegibles.

Recuerdo de otro mundo, que ella había recorrido sin verlo, los ojos maravillados por los espejos. Aquí, por primera vez, sentía el peligro escondido en la banalidad de la decoración, estas cortinas de nylon enganchadas a las vías de tren, estas aplicaciones, estas ilustraciones representando molinos de viento, riveras, navíos. Ahora que todo se había desvanecido (y que ella misma se había puesto fuera del alcance), no quedaba más que el escalofrío delicioso del peligro, esos golpes leves contra la puerta, como una señal de enamorados para una cita en el crepúsculo. Ella se levantaba sin prisa, caminaba con los pies desnudos sobre el embaldosado, hasta la puerta. “Su té, señorita”. El camarero de piso se parecía a Nathan, tenía los mismos ojos almendrados iluminados por una luz a la vez dulce y cruel. Colocaba la bandeja sobre la mesa baja, cerca de la ventana, y se iba apretando en su mano algunos billetes. Ya la prisa no era necesaria, a ella nada le era exigido, salvo el precio de la soledad. El único bien que había recibido de la vida, a cambio de espejismos de su cuerpo, del sonido de su voz, del deseo que los hombres creían leer en su mirada.

Eva se acordaba de esos días en el hotel Washington, en Colón, con Nathan, esos días que pasaron viendo el mar, los navíos humedecidos esperando para atravesar el canal. Juntos se aventuraban por las calles de la ciudad negra, escuchaban a las orquestas tocar el pindin, observaban a las matronas bailar en la puerta de los santuarios, frente a los triángulos inflamados y las ofrendas de fruta. Luego volvían hacia el alba, y el gran hotel era como un navío de madera, crujiendo en el viento del océano antes de atravesar el istmo. Años más tarde, Nathan estaba muerto, y ella nunca había regresado a Colón. En Buenos Aires, desde lo alto de su suite en el hotel Revolución, miraba la flota de vehículos, escuchaba el ruido de los accidentes, las sirenas de la policía. Erraba por las calles, hasta ese bar de Corrientes, como si fuera a encontrarse con Onetti. O bien en Colima, en el hotel Casino, bajo los ventiladores, en la larga entrada decorada con plantas de plástico, esperaba en vano ver la silueta pesada y un poco dubitativa de Rulfo.

¿Qué quedaba, aquí, en Almuñecar (Costa Bananas)? En todas estas habitaciones, en estos salones, en estos bares y vestíbulos, era el tiempo que ella no había sabido capturar. Más que las fotos o las fruslerías, le gustaba colocar en un platillo una fruta, una manzana, que ella observaba día tras día envejecer y arrugarse como un rostro de mujer.

Conversaciones ligeras con el conserje, con el vigilante nocturno. “¿Se va a quedar mucho tiempo con nosotros, señorita? —¿Me ama usted mucho?” “Las lluvias van a comenzar pronto, la temporada mala. —Mi temporada, pues”. Había amado por sobre todas estas ciudades que vivían al ritmo de los viajeros: Chichister, Étretat, Biarritz, Syracuse, Tánger, Alejandría. Aquí en Almuñecar, hotel de la Soledad, Eva no poseía ya nada, ni siquiera dinero para seguir viviendo. Nada más que estos recuerdos felices, la ilusión del eterno retorno, y la certeza apenas velada de la necesidad de irse pronto, para siempre. Uno nunca escoge. Es solamente así, algunos golpes ligeros en la puerta de la habitación, el silencio, luego un cuerpo frío, ya tieso, que se lleva hacia el olvido, y en la escalera, el ángel vestido de blanco que observa con sus ojos lánguidos y crueles. Y, sobre algún velador olvidado, un té inútil.

Cœur brûlé et autres romances, Gallimard, 2000
Traducción: José Abdón Flores

J-M.G. Le Clézio

Fuente: http://www.milenio.com/node/94285

No hay comentarios: