Manifiesto de la revista SINPERMISO
¿Por qué sinpermiso?
Pocas cosas parecen tan moribundas como el socialismo, a tenor de lo acontecido en los últimos treinta años de triunfalmente publicitado rejuvenecimiento del capitalismo. Es evidente el fracaso de las dos corrientes sedicentemente socialistas que lograron sobrevivir, como realidades políticas con base social importante, a la guadaña de los fascismos europeos, a las criminales purgas masivas estalinianas, a la II Guerra Mundial y a la guerra mundial fría y a las diversas guerras civiles, más o menos frías, que siguieron al aplastamiento militar del Eje nazi-fascista. Estamos asistiendo ahora a un verdadero fin de trayecto del ala derecha de la socialdemocracia, que intentó con bastante éxito político hasta mediados de los 70 variados experimentos de socialismo limitadamente estatista dentro de un capitalismo restaurado y reformado. Y el comunismo de ascendencia estalinista, que intentó, con relativo éxito económico hasta la década de los 80, un llamado "socialismo real", despóticamente estatista, y pretendidamente fuera del capitalismo, quedó completamente destruido y desacreditado después de la caída en Berlín, a manos de un movimiento popular imparable, del símbolo por excelencia de su mentira y su oprobio.
Es valor deslucido durar en la vida cuando parece que se alarga adrede. ¿A qué, pues, precisamente ahora, una publicación político-cultural periódica de propósito declaradamente socialista?
El núcleo promotor de esta iniciativa está compuesto de gentes de tres generaciones y de los dos lados del Atlántico cuya biografía política e intelectual ha estado ligada de diversas formas –incluidas, por ejemplo, en los más veteranos, la experiencia de la militancia revolucionaria bajo las dictaduras militares y en las cárceles políticas latinoamericanas o la resistencia clandestina al franquismo— a distintas corrientes y subculturas de la gran tradición socialista contemporánea. Entre las muchas equivocaciones que admiten haber cometido en su vida política, no está la de haberse equivocado nunca de enemigo. Siguen considerándose socialistas, si más no porque en estos últimos lustros de desconcierto y disolución, atenidos con latina terquedad al programa moral cervantino, no han sido "movidos por promesas", ni "desmoronados por dádivas", ni "inclinados por la sumisión" —ni, habría que añadir, íntimamente vencidos por la calumnia—. Pero nuestra relación con la tradición socialista es laica: todos rechazamos el narcisismo moralizante de los redentores de cátedra aupados a las espaldas de los gigantes revolucionarios del pasado, no con ánimo de ganar una atalaya que colabore en el esfuerzo de seguir viendo y entendiendo lo que está pasando precisamente ahora, sino para lograr de barato la peana intemporal de una santidad incompetente.
Sea dicho de entrada: no nos proponemos resolver o aun enfrentar la crisis del ideario y la derrota de la acción socialistas con que ha terminado el siglo XX reduciéndonos al procedimiento, estérilmente académico, de limpiar, pulir y dar esplendor semántico a la palabra "socialismo", a fin de disputar conceptualmente que ésta o aquélla experiencia, tal o cual doctrina sedicentemente socialistas hayan sido "genuinamente socialistas". Para bien o para mal (tal vez para bien y para mal), el socialismo, en el amplio sentido de la palabra –que incluye a los diversos anarquismos, a los diversos comunismos y a los diversos laborismos que en el mundo han sido y, de uno u otro modo, siguen siendo— ha llenado la historia social y política real de los últimos ciento cincuenta años, encarnado en los más diversos y encontrados movimientos populares del planeta entero, empezando, claro está, por el tronco principal del movimiento obrero de los países industrializados o semiindustrializados. El socialismo –con todos sus "ismos"— ha sido una realidad histórica de primer orden, proteica y multiforme. Una imponente realidad de época, en la que han cabido de hecho lo mejor y, no pocas veces, lo peor que hasta ahora ha dado de sí el género humano; no un ideario ahistórico o desencarnado, meramente rescatable o redimible con repetidas exégesis de unos cuantos textos sagrados –necesariamente malas, como todas las interpretaciones sacadas de contexto—, o estilizadamente reductible a audaces teoremas, filosofemas, o ideologemas que zascandilean más o menos sutilmente con la eternidad. Y como tal realidad histórica, complicadísima, versátil y tornadiza, ha de ser el socialismo comprendido, criticado y –he aquí nuestro primer designio— autocriticado, y acaso, recobrado, y acaso, humildemente continuado.
Las nuevas generaciones que están ingresando ahora políticamente en los múltiples movimientos contra la globalización imperialista de nuestros días no han conocido ya sino el brutal capitalismo contrarreformado que se ha ido imponiendo en el mundo en el último cuarto de siglo. Y apenas han creído ver como socialismo lo que en realidad fueron las ruinas de burocracias estatales derrotadas que abusaron de ese nombre y la sectaria publicidad incansablemente cantada por los jilguerillos a sueldo de los autoproclamados vencedores.
Es nuestra convicción más profunda que las raíces y el tronco de la tradición socialista, a pesar de tantas cosas –también del veneno difamatorio interesada o frívolamente vertido—, siguen vivos y con savia. Y que nada puede alimentar mejor a la nueva consciencia anticapitalista que se está desarrollando en los actuales y crecientes movimientos contra los desastres humanos y naturales engendrados por la violencia globalizada del capital, que los frutos nuevos, cosechables de ramas nuevas y menos nuevas, que todavía puede dar el viejo árbol.
He aquí, pues, nuestro segundo designio: llamar la atención sobre la aparición aquí y allá de brotes jóvenes y aun de esquejes prometedores; mostrar el vigor y la solidez de ciertas ramas nuevas y menos nuevas interesantes –y tratar de podar otras, claro—; contribuir, con la ridícula modestia de una revista semestral, a producir, a apoyar o a difundir en el mundo de habla castellana frutos nuevos y en nuestra opinión valiosos de la reflexión socialista actual. Promover pensamiento fértil, no esterilizado por la superficial política politizante de la intriga táctica y el miope afán de cada día. Estimular la elaboración intelectual radical: radical por ir a la raíz de los problemas, pero también, por bien hincada en sus raíces morales y doctrinales. Pues, finalmente, como cantó Goethe, quien quiere ver fruta en la copa del árbol, está obligado a nutrir sus raíces.
¿Por qué "sin permiso"?
El socialismo encarnado en el movimiento obrero decimonónico heredó y transmitió, casi en solitario, al mundo contemporáneo la radicalidad de la vieja noción de "libertad" del Mediterráneo antiguo, la misma noción republicana de libertad que había animado unas décadas antes a los revolucionarios norteamericanos, a los revolucionarios franceses y a buena parte de los independentistas latinoamericanos, y que empezó a eclipsarse con el triunfo de la contrarrevolución termidoriana y del liberalismo monárquico doctrinario, del lado europeo del atlántico; de Hamilton y las fuerzas sociales grancapitalistas, del lado norteamericano del océano; y de lo que Mariátegui llamó "falsas repúblicas", excluyentes del grueso de la población indoamericana, en la antigua América española y portuguesa.
Hasta comienzos del XIX, la republicana fue la única idea seria de libertad que conoció la cultura europea: la idea, esto es, de que libertad es independencia respecto de la voluntad arbitraria de otro particular (ya sea la de la autoridad política más carismáticamente legitimada), y de que esa independencia se funda siempre en la posesión de bases materiales suficientes para asegurar la existencia social propia (y de los propios); lo demás, en uno u otro grado, esclavitud y servidumbre. Cualesquiera que fueran sus diferencias, ésa es la noción de libertad que ha compartido una larga estirpe de pensadores y luchadores políticos, desde la Antigüedad clásica hasta las revoluciones de 1848 en Europa. Y es la noción –¡faltaría más!— de Don Quijote:
"La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos... ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!"
Además de esa inveterada noción de libertad, que la graduaba según la obligación en que se estaba de agradecer a otro el pan de cada día, el socialismo del movimiento obrero decimonónico transmitió al mundo contemporáneo, y también esta vez casi en solitario, los ideales de otra noción casi tan antigua: la de "democracia".
Democracia significaba en la Grecia clásica, como enseña su crítico Aristóteles, gobierno o poder político de los pobres libres; extensión de la libertad republicana a los pobres no esclavos que vivían por su manos. Eso mismo seguía significando aproximadamente a finales del XVIII también para Jefferson y el ala izquierda –democrática— de los founders de los EEUU. Jefferson, como muchos demócratas del mediterráneo clásico, era propietario de esclavos –de pobres no-libres—, y apenas se interesó por los no muy numerosos trabajadores asalariados de su tiempo, a quienes en la mejor tradición republicana tendió a ver siempre como "esclavos a tiempo parcial", es decir, como gentes acaso políticamente peligrosas, porque, al igual que las mujeres, no estaban completamente exentas de la obligación de agradecer a otro el pan de cada día.
Pero la antigua idea de democracia como gobierno o poder de los pobres ya libres sufrió un cambio radical del lado europeo cuando, por esa misma época, y a través de Robespierre, Marat y el movimiento social todo de la extrema izquierda plebeya jacobina, se combinó con la exigencia de la plena universalización de la libertad y la igualdad republicanas, con la exigencia, esto es, de "fraternidad", que eso significaba el programa de abolición completa de todo tipo de esclavitud (en las colonias) o semiesclavitud y dependencia material (en la metrópoli). La democracia "fraternal" implicaba, pues, y por lo pronto, una reestructuración radical de los institutos de propiedad privada en los que se fundaba lo que Robespierre llamó una "economía política tiránica", una forma, esto es, de organizar la vida económica que perpetuaba, y aun agravaba, la subordinación material y espiritual de quienes viven por sus manos. Y, en su faz positiva o constructiva, la democracia fraternal llamaba a la conservación y a la revigorización de una "economía política popular" (lo que el historiador Eduard P. Thompson ha rebautizado en nuestros días como "economía moral") que desbarataba o cuando menos mitigaba aquella dependencia.
El desarrollo del capitalismo ha significado aumento de la riqueza, innovación tecnológica y disolución de ancestrales servidumbres; en pocas palabras, civilización y progreso. Tal vez. Pero como advirtió famosamente Walter Benjamin en uno de los más agudos ejercicios de crítica del "progresismo" que ha hecho el socialismo, hasta ahora todo documento de cultura y civilización ha sido también un documento de barbarie. Y el vigoroso despliegue del capitalismo que siguió a la revolución industrial del primer tercio del XIX fue –no sólo, claro está, pero también— el triunfo de la "economía política tiránica" sobre la "economía política popular". Fue –no sólo, claro está, pero también— un proceso de expropiación gigantesco que convirtió, y sigue convirtiendo, en "asalarizables" (en "proletarios") a centenares de millones de personas, primero en Europa, y luego, más y más –y hasta el día de hoy—, en el mundo entero, privándolas de sus bases materiales de existencia tradicional y echándolas en brazos de nuevas y menos nuevas servidumbres. Un proceso de crecimiento, desarrollo y "acumulación ampliada", pero también, y paralelamente, un proceso de expolio y de "acumulación por desposesión"; un incierto proceso de creación destructiva, como lo rotuló en su día el más inteligente –y por lo mismo, el más escéptico— de sus defensores. Un proceso que –no sólo, claro está, pero también— destruyó, y sigue destruyendo, ancestrales economías naturales y deshizo, y sigue deshaciendo, viejas y nuevas economías morales, con resultados cultural, social y ecológicamente catastróficos, que sólo ahora empezamos tal vez a entender en toda su magnitud (1).
El pleno triunfo de la economía tiránica moderna –y la consiguiente derrota de la economía democrática fraternal— tuvo su prólogo político europeo en el golpe de Estado antirrobespierrano de Termidor. El diputado Dupont de Nemours expresó en 1795 con claridad admirable el programa del liberalismo doctrinario naciente, y su nueva noción de libertad, que, dando a todos ciudadanía, hacía, a unos, a los ricos, ciudadanos por excelencia –políticamente "activos"—, y a otros, al grueso de quienes viven por sus manos, ciudadanos "pasivos" de segunda clase –excluidos de la vida política, subalternos en la nueva vida civil—:
"Es evidente que los propietarios, sin cuyo permiso nadie podría en el país conseguir alojamiento y manutención, son los ciudadanos por excelencia. Ellos son los soberanos por la gracia de Dios, de la naturaleza, de su trabajo, de sus inversiones y del trabajo y de las inversiones de sus antepasados."
Hay un sentido –el sentido que a nosotros nos interesa sobre todo proseguir— en que el socialismo fue continuador del republicanismo democrático revolucionario europeo, continuador, en las condiciones ya muy cambiadas de un capitalismo plenamente desplegado –que volvía imposible o utópica la universalización de la pequeña propiedad privada fundada en el trabajo personal—, de la política "fraternal" de oposición insobornable a la economía política tiránica del capitalismo incipiente. Y en ese sentido, se puede desde luego decir que el socialismo del movimiento obrero decimonónico arrancó en Europa como réplica democrática a Termidor, ofreciéndose como renovado desarrollo de la exigencia de una vida económica, social, política y espiritual en la que nadie –mucho menos, el grueso de la población— necesitara tener que pedir permiso a otro particular, o al Estado, para vivir. El socialismo político no arrancó como un movimiento sectario, es decir, en fingida ruptura –"epistemológica", moral, o del tipo que sea— con todo pasado, negando toda raíz y todo antecedente. Con plena autoconsciencia de sus raíces, y precisamente para dar a otros socialistas esa consciencia, escribió Marx en su Crítica del Programa de Gotha:
"El trabajo no es "la fuente de toda riqueza". La naturaleza no es menos fuente de los valores de uso (¡y en éstos consiste la riqueza objetiva!) que el trabajo, el cual no es sino la manifestación de una fuerza natural, la fuerza humana de trabajo. Aquella frase se halla en todas las fábulas para niños, y sólo es verdadera, si se supone que en el trabajo van incluidos los medios y los objetos que le acompañan. Pero un programa socialista no puede permitirse esos modos burgueses de hablar, en los que se pone sordina a los supuestos que le dan su sentido a la frase. Sólo en la medida en que el hombre se relaciona de buen principio como propietario con la naturaleza –que es la primera fuente de todos los medios y los objetos del trabajo—, sólo en la medida en que la trata como cosa suya, será el trabajo fuente de valores de uso, es decir, de riqueza. Los burgueses tienen muy buenas razones para fantasear que el trabajo es una fuerza creativa sobrenatural; pues precisamente de la determinación natural del trabajo se sigue que el hombre que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el esclavo de los otros hombres, de los que se han hecho con la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su permiso."
Y a eso aún habría que añadir hoy, tras siglo y cuarto de experiencia histórica, que la apropiación tiránica de las riquezas naturales por parte de particulares, combinada con el uso tiránico de fuerza humana natural de trabajo, no siempre crea más riqueza, sino que, más y más, genera también destrucción, saqueo y ruina irreversible del común patrimonio natural (incluida la fuerza natural de trabajo). Los socialistas del siglo XXI han de empezar por admitir, como quería el último Manuel Sacristán, que "ellos mismos han estado demasiado deslumbrados por los ricos, por los descreadores de la Tierra", es decir, por los tiranos que albergan la megalómana –y suicida— pretensión de que la Tierra misma, y no sólo los humanos a ellos sujetos, les pida permiso para existir.
De aquí –y hasta aquí— "sin permiso".
NOTA (1) Las grandes y originales contribuciones socialistas actuales a esta nueva comprensión de la historia de la cultura económica y política del capitalismo (por ejemplo, Mike Davis, Late Victorian Holocausts (Londres, Verso, 2001), o David Harvey, El nuevo imperialismo (Madrid, Akal, 2004) deben mucho a las geniales intuiciones de Rosa Luxemburgo a comienzos del siglo XX.
Firmado: María Julia Bertomeu, Antoni Domènech, Adolfo Gilly, Raquel Gutiérrez, Joaquín Miras, Jordi Mundó, Daniel Raventós, Rhina Roux, Carlos Abel Suárez
Barcelona, Buenos Aires, México, D.F. Junio de 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario