domingo, 10 de agosto de 2008

La China y el deporte


Una de las cosas más raras -por lo inútil y por lo monstruosa- de que he tenido noticia en mi vida, fue un deporte al que tuvieron que dedicarse los chinos durante una semana, en aquellos años tristes de la Revolución Cultural del presidente Mao, que con tanta alegría celebraron los maoístas occidentales. Aquello se llamó "la guerra de los pájaros" y consistió en lo siguiente: como había carestía de alimentos y los funcionarios del régimen se dieron cuenta de que los pájaros se comían parte de la cosecha de arroz, en toda la China se impartió una orden terminante: todos los ciudadanos del campo y de la ciudad, al unísono, debían dedicarse el día entero a espantar con palos, ruidos, ollas, trapos, piedras, con lo que fuera, a todos los pájaros de la China. Los funcionarios habían descubierto que los pájaros no podían volar mucho tiempo, que tenían que descansar en las ramas de los árboles o en los picos de las montañas o en los aleros de las casas. Si la gente los obligaba siempre a volar, los pájaros terminaban por caer al suelo, exhaustos. Una vez en el suelo, era deber de todos los ciudadanos aplastarlos de un solo golpe con el zapato. Así la patria china tendría una extraordinaria cosecha de arroz, sin disputarse el grano con las aves.

Aquella cacería masiva de pájaros, en la que cientos de millones de chinos debían aplastar a cientos de millones de pájaros, al parecer, no tuvo ningún efecto práctico, fuera del mal olor de un montón de animales muertos. Pero ese deporte fantástico de espantar a los pájaros para hacerlos caer al suelo con el corazón partido de cansancio, siempre me ha parecido una de las más oscuras y absurdas actividades humanas, dirigidas por un régimen obsesivo que creía poder dominar todas las potencias del cielo y de la tierra. Y lo que más asusta, quizá, es constatar la ciega obediencia con que fue cumplida una orden absurda, impartida por un líder hundido en el delirio, y llevada a cabo por mil millones de hormigas de un rebaño domesticado y obediente.

Hay algo hermoso y terrible en esas ceremonias donde los seres humanos dejan de ser individuos para convertirse en simples movimientos mecánicos de una enorme coreografía. Lo que es uniforme y riguroso nos fascina, quizá porque no hay nada más inhumano que esto, si lo humano es, como creo, no ser una masa de autómatas, sino una informe serie de individuos en la que cada cual es uno mismo y va a su propio ritmo. Cuando se cede la libertad y uno se convierte en un diente más de un inmenso engranaje, hay algo que fascina y asusta.

Se habla mucho del silencio de los gobiernos occidentales, que hacen muchos y muy buenos negocios con la China milenaria, hoy riquísima, y por consiguiente callan sobre sus miserias políticas internas, o sobre sus imposiciones imperiales en el Tíbet. También criticamos, con buenas razones, la prohibición impartida a todos los deportistas, so pena de descalificación, de hacer cualquier manifestación que pudiera interpretarse como un gesto político de conciencia individual o de protesta cívica.

No creo, sin embargo, que este silencio cómplice, o al menos hipócrita, de casi todos los gobiernos, se deba solamente a los buenos negocios. Creo que detrás hay algo mucho más grave. El sueño de todos los grandes capitalistas de la tierra, me temo, sería tener un gobierno mundial parecido al gobierno local de la China: una pequeña camarilla de gobernantes que concentran en sus manos el poder absoluto, sin discusión, sin elecciones periódicas, sin control independiente ni periodos de revisión de las políticas. Sin disidentes -o con los disidentes en la cárcel-. Con las protestas públicas ahogadas por sutiles o no tan sutiles métodos policiales. Con una prensa controlada por la censura previa. Con páginas de internet prohibidas. Y sobre todo, con una masa inmensa de ciudadanos trabajadores, puntuales, obedientes, que aceptan salarios exiguos, pero de todos modos sedientos de consumo. Se les da pan, se les dan unos cuantos bienes, y a cambio se les exige silencio, laboriosidad extrema y obediencia. ¿No sería este el sueño de los dueños del mundo?

Termino con una paradoja, o con una salvedad, o con una duda, y es ésta: incluso en este momento de la China, con un régimen que en muchos sentidos se puede calificar como opresivo, de todas maneras, en sus larguísimos siglos de historia milenaria, los chinos nunca antes habían gozado de tanta libertad como ahora. Y eso es mucho. O por lo menos es algo. Y quizá algún día los borregos encuentren la manera de no bailar y consumir todos al unísono. Van a brincar, a gozar y a gastar, tal vez, a su propio aire. Porque la sed de libertad y de movernos como nos dé la gana, y no solamente según las reglas del deporte, de la publicidad o de la política, quizá sea el más hondo de los sentimientos humanos.

Al poner punto final miro por la ventana. Veo pájaros que vuelan y que se posan en las ramas de los árboles. Vuelven a volar, libres. Solemos decir: "libre como un pájaro". Y sin embargo, en cierto sentido, los pájaros son autómatas, y repiten desde que salen del huevo los mismos movimientos que repitieron sus padres cuando también ellos rompieron el cascarón. No sé si somos como pájaros, y nos creemos libres. O si de verdad podemos optar por algo distinto. ¿Podría no ver los Juegos Olímpicos, si me diera la gana, pese a todo el acoso mediático que hay sobre ellos? Si no los veo, ¿sería por voluntad o sólo por un deseo íntimo de contradecir? No sé. En todo caso apago la televisión.

Héctor Abad Faciolince es escritor colombiano y autor de El olvido que seremos.

“Pekín Potemkin”

Tras la imagen de modernidad se esconden barrios con pisos de diez metros cuadrados

Todo comenzó hará unos dos años. Las viejas casas tradicionales que flanqueaban el primer anillo de circunvalación de Pekín, en las cercanías del Templo del Lama, empezaron a ser "renovadas" -término utilizado a menudo por el Gobierno chino para la palabra "demolidas"- para dejar paso a un parque y una hilera de elegantes restaurantes y tiendas de té. Los Juegos Olímpicos se acercaban, y llegó el efecto 'pueblo Potemkin', nombre con el que son conocidos los supuestos pueblos falsos que el militar ruso levantó para impresionar a la emperatriz Catalina la Grande.

El grupo de restaurantes, en los que aún huele a pintura fresca, incluye el local de capital taiwanés Han Cha Yuan, una sucesión de patios y salas de decoración barroca imperial. "Para comer en esta zona, es necesario reservar", decía ayer una camarera junto a un cenador de gruesos pilares de madera y visillos coloridos. "El precio del menú es 800 yuanes [78 euros] por persona". En el exterior, junto a la autopista, una pareja de chinos se hacía fotos ante una reproducción hecha con hiedra de un tramo de la Gran Muralla y una escultura de ciclistas. A determinadas horas, una niebla artificial flota sobre sus laderas verdes.

Muchos de los coches que van y vienen a la zona olímpica o el centro de prensa internacional pasan por el segundo anillo. Y desde los vehículos se ven perfectamente el parque verde, el Templo del Lama rojo y dorado, y los ladrillos y tejas de los restaurantes, de un delicado gris mate. Pero a sólo unos metros, oculta a espaldas de esta primera línea de edificios, la situación es muy distinta. Basta atravesar un dintel en la estrecha calle pintada recientemente y aparece otro Pekín. Ese que no verá la inmensa mayoría de los miles de deportistas, técnicos, organizadores, funcionarios deportivos y turistas que visitarán la capital durante los Juegos.

"Aquí dormimos, mi hijo, de nueve años, y yo", dice Yan Yan, de 34 años, sentada en el borde de una cama. Una mesa, un armario con un espejo, y una televisión completan la vivienda de 10 metros cuadrados, que se abre a un pequeño patio cochambroso. Por el habitáculo, paga al mes lo mismo que cuesta el menú en el restaurante taiwanés. Yan Yan comparte cocina, situada en otro cuartucho, con los vecinos, y cuando necesita ir al servicio, tiene que utilizar uno público en la calle. Nada de ducha.

El Pekín que están viendo los visitantes y los telespectadores durante los Juegos no es el Pekín real. Es un Pekín peinado con permanente, en el que los atascos habituales han dejado de ser habituales porque han sido retirados un millón y medio de coches, en el que el polvo en el aire ha disminuido drásticamente porque todas las obras han sido paralizadas, en el que decenas de miles de obreros inmigrantes han sido obligados a volver a sus pueblos, en el que faltan miles de residentes extranjeros porque las autoridades han restringido los visados, en el que el Gobierno ha dicho a sus ciudadanos cómo hablar con los extranjeros y qué contestar a los periodistas, en el que han sido silenciadas aún más las voces disidentes, en el que los taxistas han sido obligados a vestir camisa amarilla, pantalón azul, e incluso corbata, algo que ni siquiera hacen muchos empresarios chinos.

Todo para mejorar la vida de la población, pero también para dar una imagen de modernidad y limpieza, que recuerda a una práctica del sector de la distribución llamada facing en inglés, cuyo objetivo es crear la impresión de que una tienda está perfectamente ordenada, aunque pueda no estarlo, para lo cual se colocan todos los productos de una estantería en el frente. Especialmente importante es la zona de las cajas registradoras.

Desde que logró los Juegos, en 2001, Pekín ha construido nuevas líneas de metro, excelentes estadios deportivos, un espectacular aeropuerto, una gran ópera, y modernos rascacielos. Las obras que no han sido finalizadas o los inmuebles que puedan dar mala impresión han sido ocultados tras vallas publicitarias gigantescas, con el eslogan olímpico Un mundo, un sueño. Todas las ciudades que celebran unos Juegos pretenden con ellos lograr proyección y ganar dinero a la larga. Para Pekín, son, además, una forma de sancionar el papel de China como potencial mundial.

El marido de Yan Yan está en la cárcel. Y ella no trabaja porque tiene que cuidar a su hijo, que nunca ha ido al colegio. Las escuelas se niegan a admitirle porque no tiene permiso de residencia de Pekín, debido a que cuando nació sus padres no estaban casados. "Para dárselo, las autoridades nos exigen que paguemos 20.000 yuanes [unos 1.940 euros]", dice Yan. El alquiler de la habitación lo pagan los abuelos paternos.

Estadios deslumbrantes o los restaurantes de lujo situados a dos pasos de su habitación significan poco para esta mujer. "El Gobierno ha renovado los edificios de fuera para que los extranjeros los vean bonitos. Pero le da igual los de dentro. En China, siempre es así".

Fuente: REPORTAJE el País: PEKÍN 2008 - Juegos de la XXIX Olimpiada DETRÁS DE LA MURALLA- JOSE REINOSO

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