A Canarias llegan más de nueve millones de turistas al año y unos miles de inmigrantes en barcas. Pero lo segundo es descrito como una invasión. Aceptamos una escandalosa deshumanización del inmigrante
Algunos datos. Las islas Canarias cuentan con aproximadamente dos millones de habitantes. De media, el archipiélago recibe entre nueve y diez millones de turistas cada año. Estas cifras evidencian la existencia de una industria turística que aporta el 32% del PIB generado en el archipiélago, y denotan, sin duda, una importante multiplicidad humana y cultural.
Las cifras que vienen a continuación son, en todos los aspectos, inferiores a las citadas anteriormente: En los últimos años, se han contabilizado en el archipiélago canario entre 20.000 y 30.000 personas llegadas en cayuco procedentes de África y, en proporción creciente, de Asia. Las últimas estimaciones de la UE hablan de 10.000 personas que perdieron la vida en los últimos años tratando de alcanzar las costas canarias. Mientras, en las costas del Mediterráneo, las autoridades italianas interceptan anualmente entre 20.000 y 30.000 personas. La mayoría llegan a Sicilia y a la isla de Lampedusa. Otros quedan atrapados en Calabria, Puglia y Cerdeña.
Ahora nos hacemos la siguiente pregunta. ¿En base a qué razones nos convertimos en un centro de visitantes para el primer grupo y un centro de retención para el último? ¿Por qué levantamos un monumento para los muertos en el primer grupo -por ejemplo, el monumento erigido en 2007 en memoria de las víctimas holandesas que perdieron la vida en el accidente aéreo de Tenerife, en 1977- y no para los viajeros africanos y asiáticos sin papeles que perdieron la vida durante sus viajes? ¿Qué legitima esta distinta valoración de vidas humanas?
Lo que está en juego aquí es el problema de clasificación y de purificación basados en un consenso sobre una diferencia no igualitaria de carácter político. El factor diferencial en este caso es el interés. El interés no tiene nada que ver con la igualdad o con la indiferencia, pero la necesidad del interés político está relacionada con una protección no igualitaria. La diferencia entre turistas buenos y malvados inmigrantes se percibe como normal e inherente. Los turistas son viajeros de estancia corta, que vienen a disfrutar del Mediterráneo y del Atlántico. Como contraste, los inmigrantes ilegales son vistos a priori como bárbaros a los que temer, un sujeto sospechoso y de no interés, supuestamente en grandes cantidades y amenazando el orden público y la seguridad.
Nada más ilustrativo que los términos abierta e imprudentemente utilizados en los medios de comunicación tales como riadas, corrientes, masas e incluso tsunamis contra los que hay que construir muros que prevengan inundaciones.
Lo realmente preocupante es que el pánico moral se basa en la representación de una sucesión de ignominias que nada tienen que ver con la realidad social o con la evaluación científica sobre la migración global contemporánea. A pesar de la implacable conceptualización utilizada de riadas y tsunamis, sólo un pequeño subconjunto de la humanidad es inmigrante. Es la mayoría de la población la que compone el subconjunto de turistas. Por tanto, la diferencia moral construida entre ambos subconjuntos está basada en esta dudosa representación secuencial. Los medios de comunicación piden ayuda para las islas del sur de Europa sin mencionar una palabra sobre los millones de turistas acogidos. Esta atención mediática no ha dejado inalterada la política europea, forzada desde entonces a reaccionar de forma anticipada por el temor a dichas masas.
Por el temor a los refugiados que huyen en barco hacia las islas se han definido y fortificado kilómetros de líneas de aguas territoriales a un nivel superior. Las fronteras externas de la UE que bordean el Mediterráneo se han convertido en auténticos escollos. Con estos hechos, la política de la diferencia demanda un peaje horroroso. Los viajeros en cayuco son héroes locales en sus países de origen mientras que se transforman en infiltrados, impuros, perturbadores en el país de destino. Ellos son de facto considerados como desechos inevitables y aceptables del sistema de producción de la prosperidad europea.
Las vidas desechadas no tienen ni cara ni nombre. Son numeradas, recibidas en centros de retención -vertederos humanos para muertos civiles- y consecuentemente deportadas. Por tanto, la representación en sí misma se ha tornado en la cruda realidad.
Con el paso de los años, la construcción de las fronteras externas de la UE ha producido un atroz coste de varios miles de vidas, especialmente en y alrededor del Mediterráneo y, desde el 2005, en el Atlántico, aunque no solamente allí. Muchos de los inmigrantes han muerto por ahogamiento, otros por asfixia durante la travesía en barcos o camiones, mientras que un significativo número de personas ha cometido suicidio asediadas en el umbral entre la deportación y la nacionalización, es decir, en los centros de retención.
Concluimos. Mantengamos la máxima de que la multiplicidad humana de cualquier tipo consiste en lo mismo en al menos tres sentidos. 1. Todas las personas son igualmente valiosas moralmente. 2. Las personas deben poder opinar sobre los principios políticos que tienen impacto sobre sus vidas. 3. Una política de admisión basada en la fe del origen de nacimiento es una discriminación inmoral en contra de la igualdad del valor moral de las personas.
Cuando abrazamos máximas y las aplicamos a las prácticas fronterizas de la UE, debemos concluir que la UE viola los tres principios igualitarios de un régimen moralmente justo. La UE hace una distinción moral entre personas, no incluye a las personas en la construcción de unas fronteras por las que se ven afectadas y politiza la fe en las personas en base al lugar de nacimiento. La UE construye una distinción entre el refugiado nombrable e innombrable, en otras palabras, entre un viajero bienvenido y un enemigo político sobre la base de su origen y de su valor económico.
Esto conlleva una carga de deshumanización y una retórica redundante que no conduce más que a un racismo populista. El resultado es una máxima absurda: si te has librado de una situación por necesidad vital o por mejorar tu estatus social o incluso has salvado la vida poniendo en peligro tu vida, eres categorizado como un bárbaro desechable. Al mismo tiempo, no lo debemos olvidar, la mayoría de los denominados inmigrantes ilegales, una vez que han alcanzado los dominios de la UE, encuentran trabajo.
Construyen carreteras, limpian, sirven y nutren las casas de trabajadores de la UE. Y, para no olvidarlos, junto a los inmigrantes ilegales se producen subconjuntos innombrables en la fábrica de progreso neoliberal: los mendigos, sin techo, personas que se encuentran bajo el imperativo moral de "víctimas" en vez de bárbaros. Ellos llegan a los bulevares y playas de las islas turísticas para sobrevivir y nada más por las mismas razones. Es la particularidad política dentro de la UE quien crea sus propios extraños y, finalmente, sus vidas desperdiciadas. Las consecuencias de la producción del siempre deseado Nosotros y del eterno indeseado Ellos es una agitación creciente del pánico moral al que la política se agarra agradecidamente en su lucha por los votos. Este temor moral injustificado a un planeta a la deriva se convierte en una situación alarmante de viajeros irregulares hacia la UE. Es la desigualdad creada por esta política de la diferencia por la que las personas con sus barcos tambaleantes, que amenazan en masa con inundar "nuestro" territorio, son víctimas. Ellos son empujados a la categoría no elegida de inmigrante sin nombre. Esta particularidad es la diferencia política dentro de la UE, que se opone a la categoría buena, la del nombre políticamente claro en la democracia liberal por la que los turistas son una categoría de interés y la innombrable categoría mala, los inmigrantes ilegales cuya pena imaginamos como resultado de su falta de desarrollo.
La frontera de la UE discrimina injusta e injustificadamente a las personas en base al país de origen y en base a los papeles. El resultado es una diferencia vergonzosa en el colorido de los mares europeos. Mientras que para algunos, los turistas, el Mediterráneo y el Atlántico tienen una imaginativa pureza y color azulado, para algunos otros el color de la línea divisoria de las aguas de Europa es rojo sangriento.
Firman este artículo Noemí Padrón-Fumero, Henk van Houtum y Freerk Boedeltje, del Departamento de Economía de las Instituciones, Estadística y Econometría de la Universidad de La Laguna y del Nijmegen Centre for Border Research, Department of Geography, Radboud University Nijmegen, respectivamente.
Fuente:El País-La cuarta página-22-05-08
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