por Luis García Montero
El paro supone una tragedia humana, pero es muy rentable para una determinada manera de entender la economía. Si no fuese un buen negocio, resultaría imposible comprender por qué, en un país tan castigado por el desempleo como España, se aprueban medidas destinadas a avivar el incendio. La obsesión por el déficit, el recorte en las inversiones públicas y la reforma laboral que marcan los pasos de la política en los últimos tiempos sólo sirven para generar más paro y debilitar los puestos de trabajo existentes. El Estado se ha convertido en una empresa con una alarmante afición al despido.
El paro crea malestar entre la gente y paraliza el consumo, una parálisis que a su vez genera más desempleo. Pero este círculo vicioso no representa un peligro urgente para la economía actual. Es decir, los poderosos pueden tomárselo con calma y apretar la cuerda del sufrimiento humano. En la economía mundial, la producción de riqueza cuenta hoy muy poco. La ganancia que generan los movimientos abstractos de la especulación es 75 veces superior a los dividendos que producen todos los trabajadores del mundo cuando se levantan cada mañana para sembrar tomates, arreglar una cañería, pescar, hacer un avión o escribir un libro. Adán fue expulsado del paraíso para que ganase el pan con el sudor de su frente. Así entró en el mundo del trabajo y la economía. En los últimos años hemos asistido a una nueva expulsión de Adán. El ser humano sobra ya en los movimientos abstractos del dinero. Por eso se le puede dar a elegir con tranquilidad entre el paro o la obediencia del esclavo.
La economía esclaviza, pero la capacidad de respuesta de los trabajadores parece muy limitada. Si todos los seres humanos se pusiesen en huelga general, la maquinaria del dinero podría resistir bien durante un tiempo sin que temblaran sus intereses. La nueva serpiente no necesita el sudor de los cuerpos, puede ser ciega al drama. Sólo exige que las leyes la dejen especular de forma despiadada. Al fin y al cabo, la compasión siempre fue más propia de los mortales que de los dioses coléricos. La serpiente ha conseguido fundar sus nuevos mandamientos al servicio de una economía especulativa en la que el trabajo tiene un papel muy menor. De ahí que la izquierda no sólo haya perdido unas elecciones, sino también una cultura social.
La geografía a la que hemos sido arrojados en esta segunda expulsión se parece mucho a la intemperie. Los bancos ganan dinero especulando con la deuda pública y con la bolsa. No necesitan trabajar con las familias o las empresas. A los negocios que quieren mantenerse, se les ofrece una salida inmediata: abusar de los derechos laborales de sus trabajadores. Y los trabajadores aceptan cualquier cosa por precaria que sea. El miedo invita a la supervivencia, no a la defensa de los derechos. La reforma laboral anunciada sólo servirá para maltratar aún más a los ciudadanos sobrantes en la economía especulativa. Así los bancos, cada vez más despegados del territorio y del trabajo, dedicarán sus activos a la especulación.
La confesión insidiosa de Mariano Rajoy anunciando una huelga general tiene tanto veneno como las acusaciones contra la política formulada por el banquero Emilio Botín. Los ciudadanos deberían tener cuidado con los consejos de las zorras a la hora de cargar las responsabilidades de la situación laboral sobre las espaldas de los sindicatos. Tampoco deberían acomodarse en el descrédito de la política. Y es que la avaricia especulativa actual no pide soluciones sindicales, sino políticas. Hay que conquistar el crédito de unos nuevos mandamientos. Se trata de la defensa política del trabajo y la ciudadanía contra la especulación.
La derecha española intenta utilizar el ruido del activismo moralista (no al aborto, sí a la educación arzobispal y la cadena perpetua) para ocultar el gran silencio de su política contra el paro. Viaja a Alemania, recibe órdenes y las cumple a latigazos en la piel de los españoles condenados a galeras. En el festejado modelo alemán, siete millones de trabajadores cobran sólo 400 euros al mes. La sociedad esclavista tuvo pleno empleo. Los gobernantes que actúan al servicio de la economía especulativa son traficantes de esclavos y viajan en barcos negreros.
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