Artículo publicado en diario El Mercurio de Chile, el viernes 4 de julio del 2008.
Las instituciones globales son un embrollo anticuado; el surgimiento de Asia hace que la reforma de ellas sea una prioridad para Occidente.
Los clubes están frecuentemente llenos de personas que parlotean de cosas que desconocen. El 7 de julio, los líderes del grupo que supuestamente dirige el mundo -el Grupo de las Siete democracias más Rusia- se reúnen en Japón para analizar la economía mundial. Pero ¿de qué sirve que discutan sobre el precio del petróleo sin Arabia Saudita, el mayor productor del mundo?
El G8 no es el único club global que se ve viejo e impotente. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha pedido a Irán que detenga el enriquecimiento de uranio, sin mucho efecto. El FMI ha sido un espectador durante la severa restricción crediticia. La ronda de Doha de la OMC está atascada.
Por supuesto, algunos organismos, como el venerable Bank for International Settlements, todavía hacen una buena labor. Pero a medida que proliferan los problemas globales y la información se mueve por el mundo más rápidamente, la respuesta organizacional se ve más gastada, lenta y débil que nunca. Las entidades gobernantes del mundo tienen que cambiar.
Siempre ha habido una excusa para aplazar una reforma. Por largo tiempo existió la Guerra Fría; más recientemente, "el momento unipolar" convenció a los neoconservadores de que Estados Unidos podía manejar las cosas solo. Pero ahora los llamados para un cambio se están volviendo densos y rápidos. El Primer Ministro británico, Gordon Brown, y el secretario del Tesoro estadounidense, Hank Paulson, quieren volver a diseñar la regulación financiera global. Otros están considerando empezar de nuevo: John McCain está promoviendo una Liga de Democracias, mientras que los países asiáticos están estableciendo clubes propios.
Los críticos tienen razón en sostener que las organizaciones globales deberían concentrarse más, pero están equivocados en asumir que se puede prescindir de ellas totalmente.
Cualquier solución debe aceptar tres restricciones. La primera, las mejores instituciones no resolverán los problemas intratables. La segunda, no importa cómo reforme las reglas de membresía de los clubes, alguien en alguna parte se sentirá excluido. Tercera, no se puede empezar de nuevo. En 1945, los fundadores de la ONU partieron de cero porque la destrucción había sido total. La era moderna no tiene ese dudoso lujo, por lo tanto debe construir sobre lo que ya existe.
Observe, por ejemplo, el G8. Algunos sueñan con reducirlo a sólo las superpotencias económicas: Estados Unidos, la Unión Europea, China y Japón. Una idea atractiva, pero es poco probable que Silvio Berlusconi y Vladimir Putin abandonen sus lugares en la mesa principal. Las políticas del Consejo de Seguridad son incluso más anticuadas. Nadie daría ahora a Francia o Gran Bretaña el poder de un veto permanente. El dueto Bretton Woods es más fácil de cambiar: todo lo que se necesita es voluntad de Occidente. El Banco Mundial todavía es necesario como un donante para los realmente pobres y como un defensor de los bienes públicos globales. Hay necesidades menos obvias para el FMI, el cual fue creado originalmente para que monitoreara los tipos de cambio. Podría convertirse en un comité de vigilancia.
Enfrentado con la necesidad de reformar las instituciones internacionales, el mundo industrializado -y Estados Unidos en particular- tiene una alternativa. Aférrense al poder, y China e India formarán sus propios clubes, enfocados en sus propios intereses y problemas. Cedan poder y únanse con ellos, y los intereses y problemas se comparten. Actualmente ésta sería una forma apropiada de dirigir el mundo.
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