martes, 24 de junio de 2008

La trascendencia


El hecho es conocido: la religión, después de un periodo de contención en la vida privada, ha vuelto a la escena pública. En esta nueva edad de los espíritus santos, la fe vuelve a repartir dividendos económicos y réditos políticos y militares, además de pingües beneficios editoriales. Aunque se trate de hechos que poseen etiologías diferenciadas, después del 11-S tenemos la impresión de que existe algún parentesco entre, por ejemplo, la constitución del lobby de teólogos de la Administración conservadora estadounidense, la competición del "diseño inteligente" con la biología científica, el conflicto de los símbolos sagrados que conmueve a la opinión e incluso la salida de los obispos españoles a las manifestaciones callejeras armados con banderas.

Gracias a este giro espectacular, además de volver a disfrutar de las gloriosas guerras de religión, tenemos otra vez (¡quién lo hubiera dicho!) teología en los periódicos; y no en L'Osservatore Romano o en el prodigioso Alfa y Omega, en donde dormitaba como una rancia antigüedad, sino en las mismísimas tribunas de opinión, disputando el sitio a la calderilla de las controversias nacionales o internacionales y adornándolas con el timbre de profundidad contemplativa de cuya carencia tanto nos lamentábamos, ese toque de seriedad que estremece el gesto del lector cada vez que se pronuncia el ominoso vocablo trascendencia; un vocablo cuyo sabor a muerte se diría calculado para convertir todo lo que le rodea en intrascendente.

En nuestro entorno, los militantes más patrióticos de la oposición transfiguran a sus líderes en iconos de la imaginería sacra y los más píos intelectuales de idéntica filiación se afanan abrillantando con aditivos dignos de la comida rápida las demostraciones medievales de la existencia de Dios en algunos medios especializados en el periodismo especulativo; cosa que no debería sorprendernos considerando que, como nos recuerda José María Ridao en su antología Por la gracia de Dios, en España la expresión "derecha liberal" ha designado frecuentemente una quimera, y el consenso letrado en torno a la separación entre la Iglesia y el Estado ha sido bastante ilusorio.

Últimamente se ha unido a la faena teológico-periodística el ilustre Peter Singer (¿El Dios del sufrimiento?, EL PAÍS del 1 de junio)*,mejor pertrechado de sentido del ridículo que nuestros sabios conservadores, relatándonos su polémica con Dinesh d'Souza sobre la existencia de Dios, tema que hasta ahora no habíamos incluido en la agenda de nuestros sobresaltos cotidianos. Así que, antes de que los tertulianos se vean obligados a posicionarse en torno a este problema y la disputa llegue al Parlamento, permítanme un aviso: el clásico pero imbatible argumento que presenta Singer -el sufrimiento de los justos y de los inocentes en este mundo- no prueba que Dios no exista (sólo Gustavo Bueno, hasta donde llega mi información, estaría en condiciones de acometer un programa científico de esta envergadura), sino que es un ser malo y despiadado, inferior en sensibilidad moral a muchas de sus criaturas, pues de otra manera su omnipotencia no podría tolerar ese dolor. Cierto.

Pero, en lugar de perder tiempo en refutaciones escolásticas contra los teólogos que extraen su malbaratada actualidad de estas controversias, ¿por qué no concentramos nuestros esfuerzos en las deidades accesorias que, día tras día, sirven en el mundo para justificar, no solamente el sufrimiento de los animales que tanto preocupa al profesor Singer, sino también el de millones de seres humanos cuya aspiración a la dignidad y a la felicidad es sacrificada en nombre de las más variadas causas, que, incluso aunque no lleven el nombre de Dios grabado en su frente, operan como iglesias triunfantes aplicadas a calmar la sed de trascendencia de los mortales?

El motivo último del rendimiento social de la religión reside en que ella es -junto con la patria, de la que resulta a menudo indisociable- la principal productora de una de las más tiránicas divinidades despiadadas de estos días, la identidad, elemento dominante de la nueva forma de pobreza material y moral que se extiende por nuestras sociedades sustituyendo el Estado de derecho por esos estados de emergencia que a veces amenazan con imponerse en Europa, y que aprovecha el vacío de proyecto político para ocupar el espacio público con conflictos privados, pasionales e irresolubles, que hacen aparecer a la democracia como un régimen superado y prescindible.

Quienes luchamos por una polis verdaderamente aconfesional hemos de defender hoy enérgicamente el derecho de los no creyentes, es decir, el derecho a no creer, pero no solamente en el Dios de Dinesh d'Souza, sino en ninguno de los dioses del sufrimiento, por muy aparentemente laicos que sean sus atuendos. No creo que nos resulte difícil detectar a nuestro alrededor la presencia de estos demonios de la trascendencia. Otro día les hago una lista.

José Luis Pardo es profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.(el Pais 24-06-08)

(*) ¿El Dios del sufrimiento?

Vivimos en un mundo creado por un dios todopoderoso, omnisciente y absolutamente bueno? Los cristianos así lo creen. No obstante, todos los días nos enfrentamos a un motivo poderoso para dudarlo: en el mundo hay mucho dolor y sufrimiento. Si Dios es omnisciente, sabe cuánto sufrimiento hay. Si es todopoderoso, podría haber creado un mundo sin tanto dolor, y lo habría hecho si fuera absolutamente bueno. Los cristianos generalmente responden que Dios nos concedió el don del libre albedrío, y por lo tanto no es responsable del mal que hacemos. Pero esta respuesta no toma en cuenta el sufrimiento de quienes se ahogan en inundaciones, se queman vivos en incendios forestales provocados por un rayo o mueren de hambre o sed durante una sequía.

Los cristianos tratan de explicar este sufrimiento diciendo que todos los seres humanos son pecadores y merecen su suerte, por espantosa que sea. Pero los bebés y niños pequeños tienen las mismas probabilidades que los adultos de sufrir y morir en desastres naturales y parece imposible que lo merezcan.

Una vez más, algunos cristianos sostienen que todos hemos heredado el pecado original cometido por Eva, que desafió el decreto de Dios de no comer del árbol del conocimiento. Esta es una idea repelente por partida triple, ya que implica que el conocimiento es malo, que desobedecer la voluntad de Dios es el mayor de todos los pecados y que los niños heredan los pecados de sus antepasados y pueden ser justamente castigados por ellos.

Aun si aceptáramos todo esto, el problema sigue sin solución. Los animales también sufren a causa de las inundaciones, incendios y sequías y, puesto que no descienden de Adán y Eva, no pueden haber heredado el pecado original.

En tiempos pasados, cuando el pecado se tomaba más en serio que hoy en día, el sufrimiento de los animales planteaba un problema particularmente difícil a los pensadores cristianos. El filósofo francés del siglo XVII René Descartes lo resolvió mediante el drástico recurso de negar que los animales puedan sufrir. Sostenía que los animales eran simplemente mecanismos ingeniosos y que no se debían tomar sus chillidos y contorsiones como señal de dolor, de la misma manera que no se toma el ruido de un reloj despertador como señal de que tiene conciencia. Es poco probable que las personas que tienen un gato o un perro encuentren convincente ese argumento.

El mes pasado, en la Universidad de Biola, una escuela cristiana en el sur de California, debatí la existencia de Dios con el comentarista conservador Dinesh D'Souza. En los últimos meses, D'Souza ha insistido en discutir con ateos prominentes, pero a él también le costó trabajo encontrar una respuesta convincente al problema que he descrito.

Primero dijo que puesto que los seres humanos pueden vivir eternamente en el cielo, el sufrimiento de este mundo es menos importante que si nuestra vida en este mundo fuera la única que tuviéramos. Eso sigue sin explicar por qué un dios todopoderoso y absolutamente bueno lo permitiría. Por insignificante que sea este sufrimiento desde la perspectiva de la eternidad, el mundo estaría mejor sin él, o al menos sin la mayor parte de él. (Algunas personas afirman que necesitamos algo de sufrimiento para apreciar lo que es ser feliz. Tal vez, pero ciertamente no necesitamos tanto).

A continuación, D'Souza adujo que como Dios nos dio la vida, no estamos en condiciones de quejarnos si no es perfecta. Utilizó el ejemplo de un niño nacido sin una pierna. Dijo que si la vida en sí misma es un don, no se nos hace un daño si recibimos menos de lo que podríamos desear. En respuesta, señalé que nosotros condenamos a las madres que dañan a sus bebés mediante el uso de alcohol o cocaína durante el embarazo. No obstante, ya que le dan la vida a sus hijos, parece que según la opinión de D'Souza lo que hacen no tiene nada de malo.

Por último, D'Souza recurrió, como lo hacen muchos cristianos cuando se les presiona, a la afirmación de que no podemos esperar entender los motivos de Dios para crear el mundo tal como es. Es como si una hormiga tratara de entender nuestras decisiones, por lo insignificante que es nuestra inteligencia en comparación con la infinita sabiduría de Dios. (Ésta es la respuesta que se da de forma más poética en el Libro de Job). Pero una vez que abdicamos así de nuestra capacidad de raciocinio, bien podemos creer lo que sea.

Además, la afirmación de que nuestra inteligencia es insignificante en comparación con la de Dios presupone exactamente el punto que se está debatiendo: que existe un dios omnisciente, omnipotente y absolutamente bueno. Las evidencias que tenemos ante nuestros propios ojos indican que es más razonable creer que el mundo no fue creado por dios alguno. Si de cualquier forma insistimos en creer en la creación divina, nos vemos obligados a admitir que el dios que creó el mundo no puede ser todopoderoso y absolutamente bueno. O es malvado o no es muy hábil.

Peter Singer es profesor de bioética en la Universidad de Princeton. © Project Syndicate, 2008. Traducción de Kena Nequiz.

1 comentario:

Eduardo García dijo...

Hola a todos:
No creo adecuado seguir hablando de temas religiosos mediante argumentos "deductivos" puesto que resulta evidente que no están todas las premisas necesarias...
De tal forma, resulta ridículo intentar formular conclusiones deductivas cuando la conclusión no se puede seguir lógicamente de las premisas.
Como diría L. Wittgenstein "de lo que no se puede hablar, hay que callar".
Por consiguiente, mi opinión es que no merece la pena discutir acerca de asuntos "irresolubles" hasta que nos faciliten nuevas premisas. Todo ello no imposibilita que cada uno pueda sentir y opinar lo que considere más "probable". Y, como ya sabemos, la probabilidad no tiene mucho que ver con la CERTEZA.
Por otro lado, si consiguiéramos vivir en "paz" y con cierto grado de amor, no creo que ello fuese en contra de la existencia o de la no-existencia de un Dios creador.
Un saludo.