Uno de los puntos más importantes debatidos en las complejidades de la economía ecológica es el hecho de que la economía no significa “dejar de crecer”, por lo tanto, dejar de desarrollarse. Lo que los economistas con una visión más precisa de la cuestión ambiental desean conseguir es el desarrollo. Lo que estos mismos economistas condenan tanto es el “crecimiento” alcanzado bajo las ruinas de la degradación del capital natural. Por lo tanto, la economía ecológica no se sitúa contra el desarrollo, sino en contra de las altas tasas de crecimiento que inflan la economía a expensas del deterioro del medio ambiente, y por lo tanto, de la calidad de vida.
En términos conceptuales, crecimiento es el aumento de la producción, en la parte física, en otras palabras, es "más cantidad". Desarrollo, a su vez, supera esta idea y busca "más calidad". Con la tecnología y la innovación, es posible producir la misma cantidad de bienes, pero con eficacia, con calidad. La idea básica es, entonces, la siguiente: la producción debe servir para reparar, no para acumular. Hoy en día, experimentamos lo contrario. La primera preocupación de la economía tradicional es producir para acumular.
Entender esto pasa, en primer lugar, por la necesidad de tener en cuenta que el desarrollo no está ligado al crecimiento económico. Es una ilusión pura y simple pensar que al hacer crecer la economía se alcanza, ipso facto, el desarrollo. Así que desde este punto de vista, el proceso entendido como "desarrollo económico" (calidad) no sólo es deseable sino que es perfectamente posible, aunque no haya crecimiento (más cantidad) de la economía.
La cuestión primordial es la siguiente: si seguimos poniendo la economía al servicio del proceso de producción que responde solo a las ganancias del mercado de capitales, no se logrará éxito alguno, ya que este mercado sólo tiene ojos para la "cantidad". Lo que se necesita, y esto no es tarea fácil, es dirigir la producción para satisfacer las necesidades humanas, lo que no necesariamente pasa por la cuestión de "tener". Por eso es imprescindible poner la economía al servicio de las personas, rompiendo así con el tradicional criterio que ha prevalecido durante mucho tiempo que insiste en poner a las personas al servicio de la economía.
Urge comprender, definitivamente, una premisa relativamente simple: la economía, en gran medida precisa volver a sus orígenes que se remontan a los tiempos en que estaba inspirada en los principios de la filosofía moral, cuando los clásicos, en la elaboración de sus primeros "tratados", orientaban la economía (actividad productiva) para que las personas alcanzaran el bienestar común, la felicidad plena.
En la línea de este comentario, cabe señalar que la felicidad, aunque está anclada a una base conceptual de la subjetividad total, nunca estuvo vinculada a la posesión de dinero. En esta perspectiva, el mercado no es, entonces, como insisten algunos y como quiere hacer prevalecer la economía tradicional, un lugar "sagrado" en el que se vende un producto llamado "felicidad". La felicidad no es (y nunca lo fue) una mercancía, por lo tanto, ¡no tiene precio!
Comprender esto, de cierta forma, ayuda a romper la lógica de que la economía debe ser vista simplemente como una ciencia que dicta y dirige el curso del mercado en su realización, como si el mercado fuese el único responsable de generar felicidad y bienestar. Por eso, vale la pena señalar que la economía - una disciplina perteneciente al campo de las ciencias humanas- debería preocuparse exclusivamente por el bienestar del pueblo, tomando la noción básica de que es una ciencia hecha por personas para personas. Por cierto, la economía nació para esto, para que la gente prospere en lo más básico y elemental: lograr calidad de vida.
Querer medir el rendimiento (mejora) de una sociedad por lo que se puede (o se desea) comprar en un centro comercial es hacer de la vida una mera cuestión de marketing, clasificar las cosas por el sistema de precios. Definitivamente, la ciencia económica necesita superar esta visión antigua y avanzar sobre la afirmación de que depende totalmente de las cosas de la naturaleza, de ahí la necesidad suprema de que se practique la preservación y la sustentabilidad, para que con ello se consolide efectivamente como ciencia social que sirva para mejorar la vida de las personas.
(*) Marcus Eduardo de Oliveira es economista brasileño y profesor de economía de la UNIFIEO y FAC-FITO en São Paulo. Miembro del GECEU - Grupo de Estudio sobre Comercio Exterior (UNIFIEO) y escritor de Portal EcoDebate, del sitio "The Economist", y de la Agencia de Noticias Zwela (Angola) y Diario Libertad (Galiza, Europa). e-mail:prof.marcuseduardo@bol.com.br
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