El dinero es el Dios de la religión del mercado.
En sí mismo, el dinero no tiene nada de divino, ni de demoníaco. No es ni bueno ni malo. Es un simple medio de transacción comercial, un símbolo que tiene una utilidad práctica y que aporta una ventaja obvia frente al trueque de productos y mercancías. Es pues un medio.
El dinero como medio no presenta ningún problema. El problema es que la religión del mercado lo ha convertido en un fin en sí mismo, en un símbolo de inmortalidad y, como veremos, de realidad. ¿Cómo ha sido esto posible? ¿Qué función desempeña realmente el dinero en la religión del mercado? ¿Por qué millones de seres humanos lo han convertido en el objeto principal de un nuevo culto secular?
Para responder a estas preguntas voy a recurrir a las aportaciones esenciales del psicoanálisis clásico, del psicoanálisis existencial y de la psicología budista, siguiendo en parte la línea argumental de David Loy.[1]
Para el budismo, la condición humana viene caracterizada desde el mismo nacimiento por la experiencia de dukkha, tal y como ha sido expuesto en el primer capítulo de esta obra. Dukkha es traducido habitualmente como dolor y sufrimiento, pero es preciso entenderlo más bien como “malestar existencial”. Este malestar existencial no es muy distinto de la angustia que según el existencialismo acompaña la condición humana, o a la ansiedad propia de las neurosis, como indica el psicoanálisis.
¿Por qué la existencia humana es tan dolorosa? ¿Qué es lo que genera la angustia, la ansiedad, el malestar existencial? Según el budismo, la respuesta se encuentra en la dinámica del proceso mediante el cual la nada se convierte en algo, la no-existencia en existencia, el no-ser en ser, es decir, el proceso mediante el cual, desde la más absoluta nada, llegamos a ser algo o alguien, o mejor dicho el proceso mediante el cual, desde la más profunda inconsciencia, llegamos a construir una conciencia de lo que o de quien somos.
Según el Tao Te Ching:
Los diez mil seres nacen del ser
y el ser nace del no-ser.
Cada uno de nosotros, al ser concebido y al nacer, hemos pasado del estado de no-ser al estado de ser, del estado de ser ‘nada’ al estado de ser ‘algo’ o ‘alguien’, es decir de la inconsciencia absoluta a la conciencia de ser ‘yo’.
Para el budismo, el yo-auto imagen, el yo como entidad con existencia propia diferenciada de la totalidad, carece de realidad. A esta doctrina se la llama anatman, ausencia de yo. Desde este punto de vista, para el budismo, la represión fundamental no es el sexo (como pensó Freud), ni la muerte (como piensan los psicoanalistas existenciales) sino la intuición de que el yo-auto imagen no existe, de que la auto conciencia es una construcción mental. Para el psicoanálisis, todo lo reprimido vuelve a la conciencia de forma distorsionada, asumiendo formas simbólicas. Para el budismo, la compulsión por el poder, la fama y el dinero constituye la forma simbólica a través de la cual los seres humanos tratamos de conferir realidad al yo-auto imagen.
El yo-auto imagen no surge de pronto sino que se va desplegando progresivamente hasta estabilizarse en su estructura psicológica básica tras la resolución del complejo de Edipo que, según el psicoanálisis clásico, tiene lugar alrededor de los tres años.
Más allá de la ingenua idealización que los seres humanos solemos proyectar sobre el inicio de la vida y de la primera infancia, este es un tiempo en el que la experiencia de angustia, de ansiedad y de malestar aparece continuamente en el recién nacido. De hecho, la construcción pre-consciente de un yo-auto imagen, o identidad simbólica, es el principal mecanismo de defensa al que recurre la psiques humana para escapar del displacer experimentado en esta etapa de la existencia.
Pero volvamos a la pregunta ya expresada: ¿qué es lo que genera la angustia, la ansiedad y el malestar de los seres humanos en esta etapa tan temprana?
Para el psicoanálisis clásico la ansiedad básica surge del displacer, del miedo del bebé de perder a sus padres y, por lo tanto, la fuente de su subsistencia y de su bienestar; también surge de los deseos de odio y de muerte hacia sus padres cuando no están ahí para satisfacer sus necesidades físicas y emocionales, y de la culpa inconsciente que acompaña a tales sentimientos.
Para el psicoanálisis existencial la angustia esencial viene dada por la emergencia misma de la existencia individual, por el miedo a la soledad y la indefensión que acompañan al hecho de ser algo en vez de ser nada. Para los existencialistas, el sentimiento de culpa surge del hecho de ser uno mismo y refleja el desconcierto del animal humano proto-consciente por haber emergido de la naturaleza indiferenciada. Desde este punto de vista, el mayor pecado es el pecado de haber nacido, de estar naciendo como individuo separado de una realidad previa indiferenciada. Esta es la angustia que acompaña inevitablemente la emergencia de la auto-conciencia.
Para el budismo, el malestar existencial es también de naturaleza óntica. La condición de no-ser -el vacío original del que ha surgido todo ser- es un abismo inconsciente del que el ser recién nacido trata de escapar a toda costa. La sensación inconsciente de vulnerabilidad y de indefensión ante el vacío primordial empuja a la proto-conciencia a aferrase a la existencia. Para el budismo, eros (el impulso hacia la vida) y tanatos (la conciencia del vacío) emergen conjuntamente. El miedo a no ser, a que el ser se desintegra retornando al no ser original, es para el budismo la causa más profunda de la angustia-ansiedad-malestar.
Sea cual sea su nivel causal, para escapar de esta angustia -que es vivida esencialmente como una experiencia corporal-emocional-, tiene lugar la elaboración de un yo-auto-imagen, o ego, de naturaleza mental-simbólica. El núcleo de la identidad (o sensación de ser) se desplaza al mundo simbólico, es decir es construido por la mente en forma de símbolo. La psiques elabora una imagen mental de lo que quiere ser (ego), una imagen mental de lo que debería ser (super ego) y de esta forma la experiencia corporal y emocional de angustia queda reprimida en el fondo del inconsciente (ello).
El concepto de represión es una de las aportaciones más reveladoras del psicoanálisis. Cuando la conciencia experimenta algún tipo de angustia-ansiedad-malestar y no quiere afrontarlo, opta por ignorarlo u olvidarlo. Esta estrategia permite a la conciencia concentrarse sobre otra cosa pero tiene un precio: parte de la energía psíquica debe ser utilizada en mantener fuera de la conciencia los contenidos reprimidos, lo cual supone una tensión interna entre la energía reprimida que pulsa siempre por manifestarse y la energía represora que trata de que no se manifieste. Según el psicoanálisis, lo reprimido termina siempre por emerger a la conciencia convertido en un síntoma simbólico -simbólico en cuanto que es una re-presentación distorsionada de lo reprimido.
Desde el punto de vista del budismo, el yo-auto imagen es el síntoma simbólico distorsionado del terror al vacío reprimido. Dicho de otra manera, el yo-auto imagen cumple la función de alejar al ser del abismo del no ser y de la angustia-ansiedad-malestar asociada. Constituye un dique, una muralla, dentro de la cual el ser se auto afianza, se auto protege y se auto afirma más allá de los embates de la angustia provocada por el miedo a ser engullido de nuevo por el no ser.
De esta forma, los individuos construimos nuestro yo-auto imagen, refugiándonos en él como en una torre de marfil mental y simbólica, lo cual nos permite tener un sentido básico de auto valor, de significado, de poder. Nos permite sentir que tenemos el control de la vida y de la muerte, que somos individuos libres, con una identidad propia. En definitiva, olvidamos - reprimiéndolo- el abismo del no ser del que procedemos al identificarnos con una imagen que fortalece la sensación de ser ‘algo’ o ‘alguien’.
Para el budismo, la causa principal del malestar existencial que nos aqueja es la angustia -reprimida en el inconsciente- que nos produce el saber que, en realidad, no somos nada, ni nadie. En el fondo de nosotros mismos sabemos que ese yo-auto imagen que creemos ser es, de hecho, una impostura, una fabricación. Y esta impostura genera sentimiento de culpa, una culpa asociada al sentimiento de inautenticidad.
Por ello, el lado oscuro -la Sombra- del yo-auto imagen es siempre el sentimiento de carencia. La carencia básica es vivida como un “algo va mal en mi”. Este “algo va mal en mi” no es otra cosa que un sentimiento de irrealidad, del sentir que uno mismo -el yo-auto imagen- no es real. De ahí que la fuerza del anhelo se dirija a llegar a ser real, a convencerse a uno mismo de la realidad del propio yo-auto imagen. Y aquí nos encontramos con la paradoja: uno intenta afirmar el yo-auto imagen con el fin de obtener un sentimiento de ser real, pero cuanto más es afirmado el yo-auto imagen, más nos precipitamos en la sensación de irrealidad y de inautenticidad, puesto que nos estamos alejando de la verdadera realidad de lo que somos… y de lo que no somos.
La angustia-ansiedad-malestar no son cosas que le ocurren al yo-auto imagen, sino que son consustanciales a él y le acompañan siempre como la sombra sigue al cuerpo.
Desde el punto de vista del budismo, repito, la represión básica no es la de la conciencia de la muerte, sino la de la conciencia de que ya estamos muertos, es decir, que ese yo-auto imagen con el que nos identificamos no existe, no es real.
El sueño de inmortalidad no consiste simplemente en el anhelo de inmortalidad física (que sabemos que es imposible) sino en el anhelo de permanencia del yo-auto imagen más allá incluso de la muerte física. Aquello de "muero pero seguiré viviendo en todos vosotros", o lo que es lo mismo, “aunque mi cuerpo físico desaparezca, mi yo-auto imagen seguirá siendo recordado por todos vosotros, lo cual le seguirá confiriendo realidad.
La ansiedad provocada por el displacer, la angustia provocada por la muerte son, desde este punto de vista, una ansiedad-angustia sustitutoria que oculta la verdadera causa profunda del malestar existencial: la irrealidad, aquí y ahora, del yo-auto imagen.
Para el budismo, y también para la psicología existencialista, para acabar con la ansiedad de la muerte debemos acabar con la ilusión del yo-auto imagen. Es el yo-auto imagen el que debe morir, es decir, el que debe reconocer que no es más que una ficción, una construcción ilusoria. Reconocer que, aquí y ahora, no existe realmente.
El yo-auto imagen no tiene miedo a la muerte, es miedo a la muerte, ya que el yo-auto imagen sólo puede afirmarse a sí mismo mediante la negación de la muerte y lo que ella representa, la realidad del no-yo, el vacío original.
El yo-auto imagen está atrapado en el dualismo simbólico del que está construido -que no olvidemos es de naturaleza exclusivamente mental. Para el budismo, la única forma de superar la dualidad vida/muerte, ser/no ser es la disolución misma de tal dualidad, es decir, la disolución de la identificación con el yo-auto imagen y la disolución del rechazo al vacío o no ser. Lo cual supone una muerte psicológica o espiritual en vida. El yo-auto imagen puede morir sin que ello suponga una muerte física. Y esta experiencia es precisamente la que propone el budismo proporcionando un método práctico y concreto de realizarla: la práctica de la meditación. En los estados de meditación profunda, el yo-auto imagen desaparece, pero permanece otra cosa que no puede morir porque nunca ha nacido. La doctrina budista del no-yo (anatman) no es una negación del ser que somos sino que constituye la vía del medio entre los extremos del eternalismo (el yo sobrevive a la muerte) y el aniquilacionismo (es yo es destruido por la muerte). El budismo resuelve el problema de la vida-muerte y del ser-no ser deconstruyéndolos.
¿Qué tiene todo esto que ver con el culto al dinero?
Veámoslo. Para Shakespeare, el dinero “es el Dios visible”; para Lutero es “el Dios de este mundo”. Estas palabras adquieren todo su significado en la religión actual del mercado en la que el dinero es el objeto principal de culto. El culto al dinero constituye la religión secular de los tiempos que corren. El culto al dinero se ha convertido en una religión porque la compulsión por el dinero es generada por nuestra necesidad religiosa de redimirnos. El dinero es un símbolo de redención religiosa. ¿Redención de qué? De nuestro sentido íntimo de carencia.
El maestro zen chino Tozan Ryokai dijo:
Debido a su complejo de inferioridad [de carencia]
los seres humanos miran los objetos
como si fueran tesoros preciosos.[2]
Para el budismo, la compulsión por el dinero es el intento del yo-auto imagen de hacerse real objetivándose, es decir, proyectándose en una realidad simbólica objetiva. Hoy día, el símbolo objetivo de redención más importante es el dinero.
Para Schopenhauer, el dinero es una proyección abstracta del anhelo humano de felicidad. La persona que no es feliz concretamente, con la vida real, pone todo su corazón en el dinero porque, en la medida en la que uno se preocupa por la felicidad simbólica que proporciona el dinero, olvida la angustia-ansiedad-malestar concreta. Pero, claro, nadie puede ser realmente feliz en abstracto. Por ello, el culto al dinero es un culto falso y la religión que lo promueve una religión demoníaca, en el sentido de que no proporciona la redención que promete.
Analicémoslo más de cerca. El dinero en sí no tiene ningún valor. No se puede comer ni beber, no da calor en invierno ni frescor en verano. Sin embargo, tiene más valor que cualquier otra cosa porque es la forma de definir el valor y debido a ello se puede transformar en cualquier cosa. Es un medio de transacción. Esto no es ni bueno ni malo, sino un medio útil. El problema surge cuando se confunde medios y fines. Cuando el dinero se convierte en un fin en sí mismo surge la compulsión por el dinero y todo lo demás se reduce a meros medios para conseguir ese fin. Entonces, todas las cosas reales y realmente valiosas de la vida se convierten en medios para conseguir un fin -el dinero- que en sí mismo no tiene ningún valor. Nuestros deseos convierten en fetiche a un puro símbolo sin valor real y, a la inversa, son fetichizados por él. De tal forma que perdemos el contacto con los auténticos elementos de nuestra vida y ya no nos alegramos por el trabajo bien hecho, por encontrarnos con los amigos o los seres queridos, por la luz del sol o por la brisa del atardecer, sino por la acumulación de dinero.
¿Qué es lo que nos impide ser felices con las cosas reales de la vida? Para el budismo, la causa es el sentimiento de carencia. En el fondo sabemos que el yo-auto imagen que hemos construido para ocultarla es una ficción, una mentira, un pecado. Este pecado nos hace sentir que hay algo malo en nosotros, algo que no es real. La culpa que se desprende de ello nos impide abrirnos completamente la vida.
Para otras religiones, el malestar existencial viene dado por el pecado original. Es este pecado original lo que hace que sintamos que algo va mal en nosotros y el que nos abruma con el sentimiento de culpa. Pero estas religiones proponen sistemas simbólicos de expiación y redención.
En la época de la religión del mercado, en la que los sistemas de expiación de las religiones tradicionales han dejado de ser la referencia para millones de personas, el pecado original contemporáneo significa que no se tiene suficiente dinero y la redención no es otra que la de obtener más y más dinero hasta que ya tengamos suficiente y dejemos de sentir la carencia. Lo cual no sucede nunca.
¿Cómo pudo producirse la transición del sistema de trueque a este sistema en el que el anhelo de felicidad humano ha sido fetichizado en piezas de metal, en papel moneda o en tarjeta de crédito?
Si nos remontamos a sus inicios, descubrimos que el dinero tuvo un origen sagrado -y sigue teniéndolo.
“Los primeros mercados fueron mercados sagrados, los primeros bancos fueron templos, los primeros en acuñar dinero fueron sacerdotes o reyes-sacerdotes”.[3]
Las primeras monedas fueron acuñadas con imágenes inscritas de los dioses. Las monedas encarnaban su poder protector. Se las demandaba no tanto porque con ella se pudieran comprar cosas sino porque, como eran muy populares, y al ser populares se las podía intercambiar por cualquier cosa.
A partir de ahí: "los poderes cósmicos podían ser la propiedad de todo el mundo, sin siquiera la necesidad de visitar templos: ahora se podía traficar con la inmortalidad en el mercado”.[4]
De forma que esto dio lugar a un nuevo tipo de persona “que basaba el valor de su vida -y por lo tanto de su inmortalidad- en una nueva cosmología centrada en el dinero”.[5]
Para el budismo, más allá de su utilidad como medio de intercambio, el dinero se ha convertido en la forma más popular de la humanidad de ‘ser alguien’, de hacer frente a la intuición inconsciente de que en realidad no somos nadie. Primero fuimos a los templos y a las iglesias para que Dios nos confirmara que éramos ‘alguien’. Ahora buscamos la confirmación acumulando dinero. Hemos atribuido al dinero el poder de conferirnos realidad. Hemos fetichizado nuestro anhelo de felicidad convirtiéndolo en un símbolo abstracto y, puesto que todo lo que va vuelve, cuanto más valoramos el dinero, más lo usamos para valorarnos. Hemos caído en nuestra propia trampa simbólica.
La sociedad del mercado es tachada a veces de materialista. El problema hoy día es que ya ni siquiera somos materialistas. Si fuéramos materialistas apreciaríamos las cosas del mundo material. Apreciaríamos por ejemplo la calidad del aire que respiramos y de las aguas que bebemos y en las que nos bañamos; apreciaríamos la cualidad nutritiva y el sabor de los alimentos, la belleza de nuestros paisajes, la armonía del canto de los pájaros, el silencio y el color de nuestras montañas, etc. Ya no creemos en las cosas reales y concretas sino en símbolos abstractos. Las cosas y los objetos que adquirimos no nos atraen por lo que son sino por la plusvalía simbólica que creemos que nos aportan. No consumimos objetos sino marcas. Pretendemos ser reales o ‘llegar a ser alguien’ consumiendo marcas que dicen aportarnos distinción, seguridad en uno mismo, poder de seducción, prestigio. Nuestra compulsión de convencernos a nosotros mismos y de convencer a los demás de que somos reales nos aleja de la vida real.
Tratamos de ahogar nuestra carencia narcotizándonos con el consumo sin danos cuenta de que siempre tenemos la sensación de no consumir lo suficiente. La psicosis colectiva nos arrastra hacia un crecimiento económico continuo. Los índices de bienestar siguen siendo medidos casi exclusivamente por el PIB. El dinero y el crecimiento económico se han convertido en nuestros principales mitos religiosos. Mitos defectuosos porque, así como los antiguos ritos religiosos proporcionaban una cierta expiación, ni el dinero ni el crecimiento económico nos redimen de nuestro sentimiento de carencia.
Trabajamos y consumimos, trabajamos y consumimos en un círculo vicioso sin fin. Como dijo Aristóteles “sin un objetivo concreto, la avaricia no tiene límite”.
Creemos que el dinero nos hará ser alguien real, pero como ello es imposible, cuanto más dinero acumulamos mayor es nuestro sentido de carencia. Sin embargo, tememos pararnos y darnos cuenta de ello. Nuestra única respuesta es huir hacia delante persiguiendo ese futuro de promisión en el que consumiendo más lograremos disolver la carencia que nos corroe. Para Loy: “esto señala el defecto fundamental de cualquier sistema económico que requiere un crecimiento constante para sobrevivir: no está basado en necesidades sino en el miedo, ya que se alimenta de y alimenta nuestro sentido de carencia”.[6]
¿Cómo salir de este engranaje infernal? La mera transformación de las estructuras económicas y políticas externas, sin la imprescindible transformación de los individuos, sólo conduce a cambios de decorados. Las revoluciones sociales que han priorizado la transformación de los marcos políticos y económicos exclusivamente han terminado en fracaso. El budismo enseña que la transformación debe operarse originalmente en el interior de las conciencias. La resolución de nuestro sentido interno de carencia, de la angustia-ansiedad-malestar no es algo que pueda hacerse por decreto sino que requiere un proceso responsable y comprometido de introspección, de honestidad. Individualmente tenemos que enfrentarnos a nuestra principal represión, a nuestro mayor miedo: el miedo a la muerte o el miedo a no ser. La experiencia budista zen por excelencia es la del vacío. La meditación zen enseña a dejarnos caer en el vacío, a morir psicológica y espiritualmente a la ilusión de ser un yo-auto imagen distinto y separado de la totalidad.
Como afirma un dicho zen:
“Si mueres una vez, ya no tendrás que morir de nuevo”.
O este otro:
“Cuando llegues al borde del abismo,
da un paso adelante.
Nuestra civilización ha llegado al borde de un abismo psicológico y al borde de un abismo real. Si seguimos las tendencias actuales nos precipitaremos sin duda en el abismo de la auto-aniquilación como civilización e incluso como especie. Si damos un paso al frente y nos dejamos caer en el abismo psicológico del vacío interno, un universo inimaginable aparecerá ante nosotros.
De nuevo Celaya pone palabras a este salto evolutivo:
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
más se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
que golpea las tinieblas.[7]
más se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,
que golpea las tinieblas.[7]
Somos gotas de rocío condensadas en la superficie de este Planeta, parcelas de la energía universal que adopta eventualmente formas concretas pero permanecen fundidas con la totalidad de la que han surgido. Y tarde o temprano, estas formas individuales se disolverán de nuevo en el océano del que han surgido, como olas que vuelven al océano que nunca han abandonado.
Cuando aceptamos que no somos nada nos damos cuenta de que somos todo. Entonces ya no necesitamos usar el dinero como un símbolo que afirma nuestra realidad, sino como lo que es: un medio de intercambio. Es sólo entonces cuando el dinero se vuelve fuente de libertad y de poder. El mal no está en el dinero sino en la obsesión por el dinero. Sabiendo que el dinero no aumenta ni disminuye la naturaleza de lo que somos realmente, que esencialmente no nos hace ganar ni perder nada, podemos usarlo libremente para nuestro propio bien y para el bien de todos los seres vivientes. En palabras de Loy:
“Puesto que no están apegados a él, los bodisatvas[8] no temen al dinero. Por eso saben qué hacer con él”.[9]
Extracto del libro "Zen en la plaza del mercado", de Dokushô Villaba. Aguilar, 2008.
[1] DAVID LOY: El budismo y el dinero: la represión actual del vacío. En Buddhist Ethics and Modern Society, 1991, Nº 31, pp. 297-312.
[2] TOZAN RYOKAI, Shin Jin Mei, El poema de la fe en el espíritu. Traducción de Dokushô Villalba. Miraguano Ediciones, Madrid.
[3] Brown, Norman O., Life Against Death: The Psychoanalytic Meaning of History, New York: Vintage, 1961, en El budismo y el dinero, op. cit.
[4] Ibi.
[5] Ibi.
[6] LOY, op. cit.
[7] CELAYA GABRIEL, op. cit.
[8] Bodhisattva, seguidor del budismo Mahayana que ha hecho el voto de trabajar por el bien de todos los seres vivientes.
[9] LOY, op. cit.
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