por David Loy
El Budismo ha sido un boom filosófico para Occidente. ¿Puede Occidente devolver el favor? David Loy dice que sí.
En una declaración, quizás apócrifa, el historiador británico Arnold Toynbee dijo:
“El advenimiento del Budismo en Occidente bien podría llegar a ser el evento más importante del siglo XX”.
Dados los enormes cambios sociales, políticos y científicos del último siglo, esta pretensión parece bastante improbable. Pero Toynbee puede haber notado algo que el resto de nosotros aún necesita ver: que la interacción del Budismo y Occidente es crucial en la actualidad porque cada uno enfatiza algo que al otro le falta. Haya hecho o no Toynbee esta observación, la importancia del encuentro puede ser casi tan grande como sugiere su declaración.
Para muchos occidentales conversos budistas, incluidos muchos de los lectores de Tricycle, afirmar que el Budismo provee de lo que Occidente carece es suficientemente razonable. Ellos son, después de todo, conversos. Pero creo que lo opuesto es también cierto: Occidente ofrece algo de importancia equivalente para el Budismo, algo que el Budismo necesita si quiere cumplir con su visión del potencial humano. De una manera en apariencia inadvertida para ambos, Budismo y Occidente se necesitan para completarse. Para muchos partidarios de cada tradición, esta idea puede sonar absurda o aún insultante. Ciertamente es un desafío. Por encima de todo, sin embargo, es esperanzador.
En su libro de 1969 Hogar Tierra, el poeta y ensayista budista Gary Snyder escribió:
“La misericordia de Occidente ha sido la revolución social, la misericordia de Oriente ha sido la revelación individual del fundamento del sí mismo, el vacío fundamental. Necesitamos ambos.”
A través de los años esta observación ha sido citada muchas veces por aquellos que tomaban la bandera de un Budismo mas comprometido socialmente. El desafío es entender mejor la relación entre los dos: la compasión de Oriente y la compasión de Occidente. ¿Cuál es la compasión que ofrece el Budismo a Occidente? Para los lectores de esta revista (Tricycle) la respuesta a esta pregunta puede parecer obvia, pero precisemos. Las enseñanzas budistas subrayan la conexión fundamental entre el sufrimiento (dukkha) y la ausencia de un yo permanente (anatta). ¿Por qué estamos constantemente insatisfechos? Es debido a que nuestra sensación de individualidad, siendo ilusoria, es incapaz de encontrar satisfacción duradera. Somos incapaces de encontrar felicidad en nuestra vida porque somos acechados constantemente por la sensación de que “algo está mal”, algo que no entendemos, y los intentos, dirigidos por el ego, de resolver ésto sólo empeoran las cosas. De acuerdo al Budismo, el yo, por su misma naturaleza (ilusoria) es dukkha. En términos contemporáneos, la sensación del yo es una construcción psicosocial: psicológica porque es el resultado de un condicionamiento mental, y social porque se desarrolla en relación con otros. Siendo que “mi” sensación de yo está compuesta de maneras habituales de pensar, sentir y actuar, soltar esos hábitos mentales (a través de una práctica como la meditación) es como pelar las capas de una cebolla. A través de la práctica, uno eventualmente se da cuenta directamente del vacío –la carencia de yo en la propia entraña.
Despertar es reconocer que la conciencia es no dual: porque “yo” no estoy ahí dentro, el resto del mundo no está ahí fuera. En el contexto de la ética social, este reconocimiento implica que sin transformación individual, la transformación social estará seriamente limitada. ¿Por qué tantas revoluciones y movimientos terminaron reemplazando una banda de matones con otra? Porque, muchos budistas dirán, sino controlamos nuestra propia codicia, mala voluntad e ignorancia (las tres motivaciones insanas, también conocidas como “los tres venenos”), nuestros esfuerzos por cambiarlas en sus formas colectivas es probable que sean inútiles, o peor. La historia nos provee por cierto de muchos ejemplos de líderes tiránicos emergiendo de movimientos cuyas metas iniciales eran claramente justas.
Pero, esperen un momento… ¿qué tiene que ver el Budismo con los movimientos políticos? El Budismo, reza la respuesta de siempre, es un camino espiritual para individuos, no una plataforma de cambio social. El problema con esta manera de pensar es que no siempre está claro donde termina uno y donde comienza el otro. El Budismo trata sobre el cese del sufrimiento, dukkha, por transformación de los tres venenos, sin embargo esos venenos son más tóxicos cuando infectan a un gobernante, que fácilmente puede crear un sufrimiento generalizado. Como budistas, necesitamos considerar en qué medida el sufrimiento es perpetuado por condiciones sociales y políticas, tanto como por tendencias individuales. Sabemos que el Buda histórico aplicó sus enseñanzas al mundo social con una visión y un vigor únicos para una figura religiosa de su tiempo y lugar. En las escrituras tempranas hay muchos momentos en los que Buda desafía las actitudes sociales prevalecientes y aboga por la reforma. Con todo, el análisis social y la crítica social tienen un rol marginal en el cuerpo de sus enseñanzas. La idea clave de las enseñanzas del Buda está dirigida al problema del sufrimiento individual, y sus pensamientos sobre la sociedad nunca fueron elaborados de una manera tan sofisticada o sistemática. Como resultado, luego de morir el Buda, la sangha (comunidad monástica) en su mayor parte se adaptó ella misma a las normas y formas sociales de las culturas asiáticas. El budismo históricamente ha tendido a la aceptación pasiva, y en ocasiones al apoyo activo, de medidas sociales que hoy parecen injustas.
En los países budistas asiáticos, por ejemplo, la comunidad monástica con frecuencia ha contado con el patrocinio de la realeza. En esas culturas, los gobernantes no son sólo mecenas y defensores de la sangha sino que sirven como modelos de ideales culturales y símbolos vivientes del orden social, cumpliendo un rol que era necesario para mantener la armonía entre el Estado y el Cosmos. En otras palabras, su rol era religioso al mismo tiempo que político. La sangha generalmente aceptó esta perspectiva y, junto con ella, cualquier injusticia que podía ser parte de la estructura social, ya que desafiar el orden de la sociedad era también rebelarse contra el orden mismo del Cosmos. Lo que es más, un estado tal de los asuntos puede ser, y muchas veces ha sido, justificado por una interpretación simplista de la doctrina budista del karma. La visión de que existe una precisa e infalible relación de causa-efecto entre las propias acciones y el propio destino implica que la justicia ya está plasmada en el modo en que suceden las cosas. La doctrina del karma ha provisto así una racionalización para la discriminación basada en los rasgos étnicos, en castas, clases, discapacidades congénitas, enfermedad, y así sucesivamente. Y ha justificado también la autoridad de aquellos con poder económico y político y la subordinación de aquellos que no lo tienen.
Para los estándares modernos, este es un ejemplo de mistificación. Pero esta forma de ver la sociedad es claramente occidental, enraizada en ideas originadas en la antigua Grecia, particularmente en Atenas. La comprensión griega, que comenzó a desarrollarse en la misma época que el Budismo, fue revolucionaria en el sentido de desafiar las ideas falsas sobre la sociedad –de hecho, tan revolucionaria como el desafío del Buda a las ideas engañosas sobre el yo. Ha sido la norma en las sociedades nunca expuestas a estas ideas, contemplar su estructura social como algo de algún modo inevitable: como reflejo del orden natural o de la voluntad divina. En Occidente, esta manera de pensar fue cuestionada y eventualmente derrocada. Los griegos hicieron una distinción entre nomos –las normas o convenciones de la sociedad humana (incluyendo la cultura, la tecnología y así) – y physis, el mundo natural. Los griegos se dieron cuenta que, a diferencia de la naturaleza, cualquier convención social puede ser modificada: podemos reorganizar nuestras propias sociedades y de ese modo determinar (o al menos intentar determinar) nuestro propio destino. Las sociedades tradicionales no realizaron esta distinción.
Sin nuestra comprensión del desarrollo histórico, y por tanto de las posibilidades futuras, los pueblos premodernos usualmente aceptaron sus propias estructuras sociales como inevitables, como algo tan natural como sus ecosistemas locales. Cuando los gobernantes fueron derrocados, otros nuevos tomaron sus lugares en la cima de la pirámide social, que era también una pirámide religiosa: los reyes eran dioses o divinos, debido al rol especial que jugaban en mantener la armonía con los poderes trascendentales que mantienen al Cosmos en marcha. Llamamos a los griegos humanistas porque su gran descubrimiento cuestionó la visión religiosa del mundo que sostenía al orden social tradicional; ahora los humanos podrían decidir por sí mismos cómo vivir. Nosotros en el mundo moderno tendemos a tomar esta visión y todo lo que implica como gratuito, como fundamento de nuestra forma de vida y de cómo vemos al mundo. Pero en cierto modo fue tan esencial como la visión del Buda sobre el vacío del yo. Porque de la misma manera que el sentido del yo emerge dependiendo de condiciones también lo hacen las estructuras sociales y políticas en las que vivimos. Yo y sociedad: ambos son impermanentes, contingentes y por lo tanto modificables.
Un conjunto inusual de condiciones culturales alentó este desarrollo en la Grecia clásica. La actitud desapegada e irónica de Homero hacia los dioses no estableció libros sagrados, no proclamó ningún dogma ni estableció un fuerte sacerdocio. Las flotas mercantes griegas motivaron un movimiento de colonización que expuso a los griegos a culturas muy diferentes y animó el escepticismo hacia sus propios mitos. Tales fundó la filosofía natural al explicar el mundo sin usar la intervención de dioses. A diferencia de Moisés o Mahoma, Solon no obtuvo sus tablas de una fuente divina cuando le dio nuevas leyes a Atenas. El drama griego redujo el papel de los dioses enfatizando la motivación y la responsabilidad humanas. La búsqueda filosófica de sabiduría de Sócrates no dependió de ellos. Con la ayuda de algunos líderes destacados. Atenas fue capaz de reorganizarse a sí misma más o menos pacíficamente. Solon quebró el poder de la asamblea aristócrata admitiendo a las clases más bajas. Clístenes reemplazó las tribus basadas en cuatro familias tradicionales con diez distritos organizados según las zonas de residencia. Pericles amplió el acceso de los ciudadanos humildes al oficio público. El resultado fue un experimento único, aunque limitado, de democracia directa (las mujeres y los esclavos no participaron).
La democracia no gustaba a todos. Platón, por ejemplo, ofreció planes más elitistas para reestructurar la ciudad-estado griega en dos de sus diálogos, La República y Leyes. Pero tales visiones alternativas también presuponían la misma distinción básica establecida por los griegos entre physis y nomos, naturaleza y convención social.
Virtualmente todos los movimientos de justicia social de los tiempos modernos –la abolición de la esclavitud, derechos civiles, feminismo, derechos de los trabajadores, anti apartheid son una consecuencia de tal distinción. Las varias revoluciones que para mejor o para peor han recreado nuestro mundo moderno –Inglesa, Americana, Francesa, Rusa, China, etc., todas ellas dieron por sentado la comprensión de que si un régimen político es injusto y opresivo debe cambiarse, porque tales sistemas son constructos humanos y por ende pueden reconstruirse. Pero hablar de esas revoluciones también nos recuerda los horrores de Stalin, Mao, Pol Pot, y otros –revoluciones que se volvieron reinos de terror. Revolución, hemos aprendido, no implica necesariamente compasión.
El experimento griego con la democracia falló por las mismas razones que nuestro experimento moderno con la democracia se encuentra en peligro de fracaso. La razón es la que mencioné antes: a menos que la reconstrucción social esté acompañada por la transformación personal, la democracia meramente libera la manifestación del ego. Si continúo motivado por la codicia, la mala voluntad, y el engaño ilusorio, mi libertad será peligrosa, para mí mismo y para otros. Tanto como la ilusión de un yo separado de los otros se mantenga incólume, la democracia –a pesar de las incontables tentativas que se han hecho por crear resguardos del sistema no puede ayudar, y provee oportunidades para que algunos individuos se aprovechen de otros. Los atenienses se dieron cuenta de este problema muy pronto. De acuerdo con el sociólogo Orlando Patterson, el individualismo griego “tuvo sus raíces en la tradición homérica de gloria y fama personal y fue nutrido por la habitual competición, tanto en el arte como en el atletismo y los negocios, pero con poco juego de equipo en todo el campo de batalla.” Este individualismo “fue atenuado por un pequeño sentido de estricta responsabilidad moral, o de altruismo en lo particular.” Pronto se hizo evidente que “los apetitos privados” estaban motivando a la gente a corromper el proceso democrático.
Demóstenes lamentaba que la política se hubiera convertido en el camino a la riqueza, porque los individuos ya no colocaban al Estado por delante de ellos sino que lo veían como otra manera de promover su ventaja personal. El disgusto de Platón por la democracia es explícito en La República, donde argumenta que demasiada libertad anima a una falta de moderación que tiende a ceder a las presiones más fuertes del momento –una receta para los conflictos tanto sociales como psicológicos.
Esto suena sorprendentemente familiar, aunque hoy no existe tanto apetito privado como codicia institucionalizada subvirtiendo el proceso político. Nosotros todavía distinguimos entre la economía y el gobierno, pero en los niveles más altos la gente se mueve fácilmente entre posiciones corporativas gerenciales y puestos de gabinete de gobierno, ida y vuelta, porque ellos comparten la misma visión al servicio del ego: crecimiento económico continuo es la cosa más importante de todas, eclipsando todas las preocupaciones sociales y ecológicas. Como Dan Hamburg concluía de sus años en el congreso de Estados Unidos:
“El gobierno real de nuestro país es la economía, dominada por enormes corporaciones que alquilan el Estado para hacer sus pujas. Crear un ambiente seguro donde las corporaciones y sus inversores puedan florecer es el objetivo supremo de ambos partidos políticos.”
Desde una perspectiva budista, sería ingenuo esperar que ocurra transformación social sin transformación personal. Pero la historia del Budismo nos muestra que lo opuesto es también cierto: aunque el Dharma de Buda pueda enfocarse en promover el despertar individual, no puede evitar verse afectado por las fuerzas sociales que trabajan para mantenernos dormidos y sumisos. Es gracias a Occidente que esas fuerzas sociales no necesitan ya ser mistificadas como naturales e inevitables. Para los budistas modernos, el mundo diariamente nos muestra que nuestro propio despertar no puede prosperar indiferente a lo que está pasando con el despertar de otros. Como la vieja paradoja sociológica lo dice: la gente crea la sociedad, pero también la sociedad crea a la gente.
Nuestros sistemas económicos y políticos no son espiritualmente neutrales sino que inculcan ciertos valores y desaniman otros. Cuanto más se libera nuestra conciencia, más nos damos cuenta del sufrimiento de los otros, y de las fuerzas sociales que agravan o atenúan el sufrimiento. El camino del bodhisattva no es un sacrificio personal sino una etapa más de la práctica: si no estoy separado de los otros, ¿cómo puedo estar completamente despierto si ellos no lo están también? Hoy nuestro mundo reclama un nuevo tipo de bodhisattva, uno que busque maneras de afrontar el sufrimiento, dukkha, como sufrimiento institucionalizado en nuestras vidas sociales y políticas.
Los intentos de Occidente para lograr una reconstrucción social colectiva han tenido un éxito limitado, porque han sido comprometidos por las motivaciones individuales egoístas. El Dharma de Buda también ha tenido un éxito limitado, si la medida de su éxito es eliminar el sufrimiento y el engaño, porque hasta ahora el Budismo no ha sido capaz de desafiar el engaño implicado en las jerarquías sociales opresivas que se mistifican a sí mismas como beneficiosas y necesarias. Cada uno, Occidente y Budismo, ha sido limitado porque ha carecido del otro; su convergencia en nuestra época abre nuevas posibilidades. Cada uno puede encontrar en el otro la perspectiva que necesita para realizar su más profunda promesa.
David Loy
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