miércoles, 18 de agosto de 2010

Infelicidad global.



La economía de mercado ha generado un gran bienestar material en los países en los que se haya plenamente establecida, es cierto. Pero, ¿qué precio estamos pagando por este bienestar que sólo es material? ¿Puede aportar el bienestar material por sí sólo la felicidad y el bienestar existencial al que aspiramos todos los seres humanos?


“Europa conoce una muy fuerte prevalencia de los desequilibrios mentales. De los 880 millones de habitantes que cuente la Región europea, se estima alrededor de 100 millones el número de personas afectadas por la ansiedad y la depresión; más de 21 millones de personas sufren problemas relacionados con el abuso del alcohol…


…En la Región, los trastornos neuropsiquiátricos constituyen la segunda gran causa de enfermedad después de las enfermedades cardiovasculares… La depresión sola es la tercera causa de enfermedad por importancia, es decir, un 6,2 del total de las enfermedades… Cinco de los quinces principales factores que contribuyen a las enfermedades crónicas son de origen mental. En gran número de países europeos, los problemas de salud mental son responsables del 35 al 45 % del absentismo laboral…


En cuanto al suicidio, nueve de los países que presentan las tasas más elevadas de suicidio en el mundo se encuentran de hecho en la Región europea. Según los datos disponibles más recientes, alrededor de 150.000 personas (el 80 % de ellas son varones) se suicidan cada año en Europa. El suicidio es una de las principales causas ocultas de muerte en los jóvenes, ocupando tan solo el segundo lugar en importancia después de los accidentes de circulación entre los 15 y los 35 años…” (1)


Dokushô Villalba
De "Zen en la plaza del mercado". Aguilar, 2008.


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(1) Informe de la Conferencia ministerial europea de la OMS, 2006.



domingo, 15 de agosto de 2010

Silencios ominosos, condenas inmisericordes

Por Juan José Tamayo

Silencios ominosos y condenas inmisericordes. Esa ha sido la actitud del Vaticano y de buena parte de la jerarquía católica durante los últimos 70 años. Silencios ominosos ante masacres y crímenes contra la humanidad y sus responsables. Condenas inmisericordes contra teólogos y teólogas, sacerdotes, obispos, filósofos, escritores -cristianos o no- por ejercer la libertad de expresión y atreverse a disentir; condenas todas ellas contra toda lógica jurídica, que establece que "el pensamiento no delinque". Silencios ominosos sobre personas sanguinarias, ideologías totalitarias y dictaduras militares con las manos manchadas de sangre. Condenas inmisericordes a hombres y mujeres de manos limpias, de honestidad intachable, de ejemplaridad de vida.

El más grave de esos silencios fue, sin duda, el de Pío XII ante los seis millones de judíos, gitanos, discapacitados, homosexuales, transexuales, gaseados y llevados a las piras crematorias de los campos de concentración del nazismo. Ya antes, siendo secretario de Estado del Vaticano firmó, en nombre de Pío XI, el Concordato Imperial con la Alemania nazi bajo el Gobierno de Hitler. Ahí comenzó su complicidad con el nazismo. Uno de los intelectuales más madrugadores en la denuncia de tamaño y tan ominoso silencio fue el dramaturgo alemán Hochulth en su obra de teatro El Vicario, estrenada en 1963.

En 1953 Pío XII firmó un Concordato con Franco, legitimando la dictadura, mientras guardaba silencio sobre la represión franquista después de la guerra civil, que costó decenas de miles de muertos.

Un año más tarde hacía lo mismo con el dictador Rafael Trujillo, presidente de la República Dominicana, sin condenar sus abusos de poder y sus crímenes de Estado.

En la década de los cuarenta del siglo pasado, el cardenal Emmanuel Célestin Suhard, arzobispo de París, autorizó a algunos sacerdotes y religiosos a trabajar en las fábricas. El dominico Jacques Loew lo hizo como descargador de barcos en el puerto de Marsella. Monseñor Alfred Ancel, obispo auxiliar de Lyon, fue cura-obrero durante cinco años. La experiencia fue inmortalizada por Gilbert Cesbron en la novela Los santos van al infierno. Pero pronto se frustró. Los sacerdotes obreros fueron acusados de comunistas y subversivos, cuando lo que hacían era dar testimonio del Evangelio entre la clase trabajadora alejada de la Iglesia y descreída, compartiendo su vida y sus penalidades, identificándose con sus luchas, ganando el pan con el sudor de su frente. En vez de hacer oídos sordos a las acusaciones, Pío XII las dio por ciertas y pidió a los sacerdotes que abandonaran el trabajo en las fábricas y se reintegraran en el trabajo pastoral en las parroquias y a los religiosos que se incorporaran a sus comunidades, al tiempo que ordenaba a los obispos franceses que enviaran a los sacerdotes obreros a los conventos para ser "reeducados".

Otro largo, ominoso y cómplice silencio ha sido el guardado ante los abusos sexuales de sacerdotes, religiosos y obispos con niños, adolescentes y jóvenes a lo largo de más de medio siglo en parroquias, noviciados, seminarios, casas de formación, curias religiosas y casas de familias de numerosos países, abusando de la autoridad del cargo y de la confianza depositada por los padres en ellos.

Hasta el Vaticano llegaron las denuncias contra el fundador de La Legión de Cristo, el mexicano Marcial Maciel. Pero no fueron tenidas en cuenta o fueron archivadas. Lo que le daba a Maciel patente de corso para seguir cometiendo crímenes sexuales contra personas vulnerables e indefensas abusando de su poder e influencia como fundador y del apoyo de los papas y de los obispos.

Condena inmisericorde fue la que cayó, como una losa, contra la Nouvelle Théologie en la encíclica Humani generis (1950), de Pío XII, seguida de sanciones contra los teólogos más representativos de dicha tendencia: Henry de Lubac, Karl Rahner, Yves M. Congar, Dominique Chenu... ¿Delito? Hacer teología en diálogo con la modernidad, buscar la unidad de las Iglesias a través del ecumenismo, enterrar definitivamente las guerras de religión. ¿Sanciones? Censura de publicaciones teológicas, destierros (Congar, luego cardenal, sufrió tres destierros), prohibición de escribir y de predicar, expulsión de las cátedras, colocación de algunas de sus obras en el Índice de Libros Prohibidos y retirada de las bibliotecas de los seminarios y facultades de teología, expulsión de las congregaciones religiosas, y, a veces, cárcel.

Unos meses antes de que Juan XXIII inaugurara el concilio Vaticano II, el cardenal Alfredo Ottaviani, que ejercía de Gran Inquisidor al frente de la Congregación del Santo Oficio, dirigió a los obispos de todo el mundo la carta Crimen sollicitudinis, en la que instruía sobre las medidas a tomar en determinados casos de abusos sexuales por parte de los clérigos: exigía que fueran tratados "del modo más reservado" los casos de solicitud en la confesión e imponía "la obligación del silencio perpetuo". Más aún, a todas las personas involucradas en dichos casos (incluidas las víctimas) se las amenazaba con la pena de excomunión en caso de no observar el secreto. El silencio se mantuvo durante los pontificados de Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II y Benedicto XVI hasta hace unos meses.

Con el concilio Vaticano II pareciera que se iban a contener las sanciones y se iba a levantar el velo de silencio contra los crímenes de lesa humanidad. Pero no fue así. Con motivo de la publicación de la encíclica Humanae vitae (1968), de Pablo VI, que condenaba el uso de los métodos anticonceptivos, se produjeron nuevos procesos, censuras, prohibiciones y condenas contra los teólogos que disintieron. Dos ejemplos emblemáticos: Edward Schillebeeckx y Bernhard Häring, asesores del Vaticano II e inspiradores de algunos de sus textos renovadores, fueron sometidos a severos juicios por la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Mientras se endurecían las condiciones de los procesos eclesiásticos en manos del Santo Oficio (aceptación de denuncias anónimas, indefensión del reo ante los tribunales eclesiásticos, las mismas personas que instruían el proceso eran las que juzgaban y condenaban, imposibilidad de apelación...), el mismo organismo vaticano imponía silencio sobre los crímenes de pederastia, protegía a los culpables, los absolvía sin ningún propósito de la enmienda y, como mucho, les daba un nuevo destino pastoral, a veces sin siquiera avisar de las verdaderas razones del traslado a los obispos y sacerdotes vecinos.

En la carta De delictis gravioribus, de 2001, el cardenal Ratzinger ratificaba el silencio impuesto por el cardenal Ottaviani 40 años atrás. Mientras tanto, en numerosos documentos condenaba la homosexualidad, considerando "objetivamente desordenada" la mera inclinación homosexual y "moralmente inaceptables" las relaciones homosexuales, y exigiendo la expulsión de los candidatos al sacerdocio homosexuales de los seminarios. Hace unos días fue expulsado de la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino de Roma el teólogo alemán David Berger por hacer pública su homosexualidad. Mientras la mantuvo en secreto, no hubo problemas. ¡El cinismo vaticano no tiene límites!

Recientemente la Congregación para la Doctrina de la Fe ha hecho algunas modificaciones al documento de 2001 que, bajo la apariencia de endurecer las penas, empeoran las cosas al calificar como delitos graves y punibles la ordenación sagrada de las mujeres, la apostasía, la herejía y el cisma al mismo nivel que la pederastia.

Para el Vaticano, afirma la teóloga feminista Rosemary Redford Ruether, "intentar ordenar a una mujer es peor que el abuso sexual de un niño. El abuso sexual de un niño por un sacerdote es un desliz moral deplorable de un individuo débil... El intento de ordenar a una mujer es una ofensa sexual, una contradicción de la naturaleza del Orden Sacerdotal, un sacrilegio, un escándalo". Otra condena inmisericorde más contra las mujeres, mayoría silenciada en la Iglesia católica. ¿Hasta cuándo?

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso (Tirant Lo Blanc, Valencia).

Fuente: Tribuna El País


lunes, 9 de agosto de 2010

Mil cuatrocientos millones de chinos





por Isabel Hilton 

Isabel Hilton reseña el libro de Jonathan Watts: When a Billion Chinese Jump: How China Will Save Mankind – Or Destroy It [Cuando saltan mil millones de chinos: Cómo salvará China a la humanidad...o la destruirá], 496 págs., Faber, Londres, 2010. 


Siempre demuestra sabiduría tener cuidado con lo que se desea. Cuando China era pobre y comunista, su gobierno desdeñaba el consumo y escarnecía los males del capitalismo, mientras en Occidente sosteníamos que la felicidad reside en el placer de lo material. La buena noticia es que hoy China concuerda en lo material, abrazando un extraño capitalismo híbrido con características netamente chinas. Pero esas son también malas noticias, tal como explica Jonathan Watts de modo memorable en When a Billion Chinese Jump


El título procede de una pesadilla de la niñez: los chinos, pensaba en aquel entonces Watts, eran tan numerosos que si saltaban todos juntos podían llegar a sacar a la Tierra de su eje. Ahora que la mayoría de los 1.400 millones de personas de China prefiere vivir mejor hoy que confiar en la promesa de un paraíso socialista mañana, la conmoción registrada en la economía, la atmósfera, el suelo, el agua, los bosques y los recursos naturales del mundo parece encaminada a disparar este terror de infancia: las exigencias de mil millones de chinos dispuestos a convertirse en prósperos consumidores desde luego que podrían, con la actual trayectoria de China, sacar al mundo de su eje.  


Todas las revoluciones industriales han tenido su mugre y sus daños medioambientales, y entre las consecuencias acumuladas no previstas se cuentan los cambios en el clima del que depende la civilización humana. Pero mientras la industrialización se limitaba un puñado de países relativamente pequeños, las repercusiones medioambientales, clima aparte, eran relativamente locales. En China, sin embargo, la industrialización alimentada con carbón y el desarrollo insostenible han causado una metástasis en virtud de su escala y velocidad convirtiéndose en transformadores del juego global al que alude el título de Watts. Occidente inventó el modo de vida insostenible. China lo ha adoptado entusiasmada.  


Apenas si llevamos tres décadas de revolución industrial y de consumo en China. Hay todavía cientos de millones de chinos pobres que desean prosperar y consumir en un país que despilfarra tanta energía que sus emisiones medias de carbono per cápita casi igualan ya a las de Francia. Lo más preocupante de la revolución industrial china no es ni siquiera el daño atroz cuyo crónica relata Watts meticulosamente sino la capacidad de ir más allá que existe todavía en el sistema.     


El crecimiento de China recibió un impulso inicial gracias a la exportación de artículos baratos producidos por mujeres mal pagadas del campo que trabajaban en las fábricas del este de China. Más, más barato, más rápido no se condice fácilmente con más limpio o más sostenible, pero en los primeros veinte años a poca gente le importaba. Se ennegrecieron los ríos, se contaminó elcielo, se envenenó la tierra y sus frutos; se dispararon las tasas de cáncer y de otras enfermedades causadas por la polución (las tasas de mortalidad entre los agricultores chinos cuadruplican ya la media global de cáncer de hígado y duplican la media mundial de cáncer de estómago). Kentucky Fried Chicken se ha convertido en la cadena de restaurantes más grande de China y uno de cada siete adultos de China está hoy obeso.   
Fueron pocos los que hicieran recuento de las primeras décadas mareantes, pero en los últimos diez años, han empezado a llegar las facturas: entre ellas se encuentran la aguda y crónica escasez de agua, las floraciones de algas tóxicas, la desertificación, la lluvia ácida, las praderas moribundas y la gente airada. Las nuevas clases medias de las prósperas ciudades del este de China quieren ahora que se cierren o se limpien las fábricas mugrientas, pero las provincias del interior más atrasadas en la cola de la prosperidad están dispuestas a recibirlas. En 2007, el Banco Mundial estimó de manera conservadora el coste de la contaminación  china en un 5,8% del PIB (otros lo han elevado a una cifra entre el 8 y el 12%). Si restamos estas sumas del crecimiento nominal de China, el presente aparece substancialmente menos impresionante y el futuro aun más preocupante. La deforestación ilegal en China continúa pese a su tardía prohibición; la polución que transportan los ríos envenena el mar, del golfo Bohai al Pacífico; las partículas se las lleva el viento a otros países y la aportación de China a la gran nube parda contribuye a crear una manta de "smog" gigantesca incluso por encima de otras zonas, por demás sin contaminar, de Asia.  


Se hacen esfuerzos en Beiying por seguir un rumbo menos destructivo. El desarrollo sostenible es el mantra actual de la política gubernamental y China se ha comprometido a lograr una economía baja en carbono, entre otras razones a fin de dominar las tecnologías del futuro. Pero, como descubre Watts, cumplir esta hazaña sin precedentes en esta fase de desarrollo requiere algo más que una legislación vacilante y un mandato desde lo más alto. Precisa de un profundo cambio cultural  que nos aparte de la arraigada idea de que de que la naturaleza existe para ser explotada y esquilmada y que se puede arreglar cualquier problema ambiental con ingeniería. El periplo de Watts nos conduce a las reservas naturales en la que se sirven los animales en banquetes oficiales, a la trágica provincia de Henán, antaño considerada ejemplo de desarrollo maoísta, y hoy golpeada por la pobreza, el agotamiento del suelo, la corrupción  y una epidemia de sida que puede remontarse a un programa oficial de venta de sangre. Y luego está Linfen, ciudad carbonífera de la provincia de Shanxi, de la que se dice que es la ciudad más contaminada del mundo, en la que los defectos de nacimiento multiplican por seis la media nacional que, a su vez, es de tres a cinco veces mayor que la cifra global; en la que la tasa de mortalidad de los mineros por tonelada de carbón es 30 veces la de los Estados Unidos y casi un millón de hogares está afectado por hundimientos; donde el coste del daño a la salud humana y el medio ambiente en la provincia en el año 2005 se estimó en 2.900 millones de libras esterlinas.   


El río Amarillo, lugar de nacimiento de la civilización china está prácticamente destrozado. El gobierno alentó a la gente a desplazarse al oeste, del superpoblado centro del país a las tierras áridas y montañosas de los uigures y tibetanos, lugares que pueden soportar poblaciones escasas, pero en los que los sistemas se desmoronan rápidamente bajo el peso de las cifras. Los días del último paraíso que quedaba, la provincia de Yunán, de asombrosa diversidad, a juzgar por lo que cuenta Watts, están contados.  


Si se trata de una lóbrega historia, se debe a que las perspectivas son lóbregas. Watts trata de equilibrar este viaje a través de la distopía con signos de esperanza, pero tenemos la sensación de que querría estar más convencido de lo que permiten las pruebas. Este libro no es simplemente una incriminación del camino desarrollista de China: es una lección para todos nosotros sobre los peligros de nuestro modo de vida. ¿Aprenderemos la lección y la apuesta de China por la sostenibilidad demostrará ser algo más que un ejercicio de reposicionamiento? Cualquier lector de When a Billion Chinese Jump debe tener la esperanza de que éste sea el caso.  


Isabel Hilton (1949), excepcional periodista escocesa residente en Londres, se graduó en chino por la Universidad de Edimburgo. Fue presentadora de radio de programas de la BBC como The World Tonight y Nightwaves y en prensa escrita trabajó para el Daily Express y como redactora jefe de la sección de Latinoamérica del dominical The Sunday Times, primero, y luego del diario The Independent. Desde 1997 es columnista de The Guardian. Su último libro, The Search for the Panchen Lama, ha sido publicado por Penguin.


Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón