lunes, 15 de agosto de 2011

Golpe de Estado en EE UU


por NORMAN BIRNBAUM (*)



Se ha escrito mucho sobre la crisis de Estados Unidos. Se ha aludido a la complacencia y el fracaso de nuestras élites, a la ignorante furia de un segmento de la ciudadanía espiritualmente plebeyo, a la impotencia intelectual y política de buena parte del resto, a la ausencia de una conexión entre una intelligentsia crítica y los movimientos sociales que en el pasado aportaron sus ideas a la esfera pública, al quebrantamiento de la propia esfera pública y a la consiguiente atomización de la nación. Esos diagnósticos son correctos. 


Lo que a veces se pasa por alto en nuestra situación es el factor propósito: lo que ha sufrido la democracia estadounidense ha sido un golpe de Estado encubierto. Sus autores ocupan los puestos más altos de los negocios y las finanzas, sus leales servidores dirigen las universidades, los medios de comunicación y gran parte de la cultura, e igualmente monopolizan el conocimiento profesional científico y técnico.Por supuesto que hay una sustancial coincidencia entre quienes han dado su aquiescencia al golpe de Estado y los muchos que pretenden la recristianización de la nación, que creen que el aborto y la homosexualidad son delitos civiles al tiempo que pecados religiosos, que responden a la inmigración con xenofobia. Esos son los blancos, principalmente en el sur y en el oeste, y en las ciudades más pequeñas, que se quedaron escandalizados por la elección de un presidente afroamericano y que se creyeron (y todavía se creen) muchas de las falsedades sobre su persona, desde su nacimiento en Kenia hasta su adhesión al islam.


Sus dispuestos seguidores se encuentran por doquier, especialmente entre quienes sienten que son ignorados, incluso despreciados, y experimentan una desesperada necesidad de compensación íntima. Incapaces de actuar de forma autónoma, niegan en voz alta que estén dominados y explotados. Identifican como enemigos a los grupos sociales al servicio del bien público, cuya existencia rechazan como principio. Su hostilidad al Gobierno es tan grande como su falta de conocimiento de cómo funciona este realmente, o la historia de su propio país.

Los iniciadores del golpe de Estado son, por lo general, demasiado sofisticados para esas vulgaridades, aunque indudablemente no son demasiado escrupulosos a la hora de utilizarlas para conseguir el respaldo a sus objetivos primarios. Que no son otros que reducir las funciones y poderes redistributivos y reguladores del Estado norteamericano, revocando, privatizando o, al menos, limitando importantes componentes de nuestro Estado de bienestar: Seguridad Social (pensiones universales), Medicare (seguro sanitario público para los mayores de 65) y todo un espectro de beneficios y servicios en los campos de la educación, el empleo, la salud y el mantenimiento de ingresos. La posibilidad de una regulación medioambiental a gran escala, o de un proyecto para reconstruir toda la infraestructura de modo que sea más compatible con un futuro benévolo con el medio ambiente, provoca igualmente su sistemática oposición. Los obstáculos administrativos y legales a la actividad sindical son otra parte del programa.

Los esfuerzos del capital políticamente organizado para mantener el control del sistema político son tan viejos como la república estadounidense. En modo alguno excluyeron utilizar al Gobierno en muchas ocasiones de todas las épocas de nuestra historia. Lo que distingue a la reciente situación es la propagación explícita y resuelta de una ideología que declara al mercado como superior al Estado, que busca transferir al sector privado funciones gubernamentales hasta ahora reservadas al Estado, y que no permite que la consideración de un mayor interés nacional (como en el comercio con otras naciones) interfiera en los intereses inmediatos del capital.

La obra de innumerables economistas, las simplificaciones de un gran número de comentaristas y periodistas, la intromisión en los sistemas escolares y su manipulación, y, sobre todo, el que los medios de comunicación y lo que tenemos de discurso público queden excluidos de la discusión seria de alternativas, han culminado en la fervorosa obsesión con la que los congresistas republicanos han hecho suya la creencia de que los déficits presupuestarios son una amenaza para la nación.

En 1952, John Kenneth Galbraith publicó su primera obra maestra El capitalismo americano: el concepto del poder compensatorio. En ella sostenía que la búsqueda del beneficio sin límite, la ceguera cortoplacista del capitalismo, había sido corregida por el Gobierno, apoyado por una ciudadanía consciente de sus distintos intereses, por grupos de interés público, por sindicatos y por un Congreso (y Gobiernos estatales) con un grado notable de independencia política.

En 1961, Galbraith pidió al presidente Kennedy que no le nombrara jefe del Consejo de Asesores Económicos: era un blanco demasiado visible. Durante algunos años el punto de vista de Galbraith siguió siendo convincente. Sin embargo, también se fue produciendo un gradual debilitamiento de las fuerzas compensatorias con las que Galbraith contaba para hacer permanente el new deal; y un debilitamiento, asimismo, de las élites capitalistas con mayor formación y visión a largo plazo, dispuestas a aceptar un contrato social.

Las razones de este doble declive siguen siendo objeto de discusión para los historiadores. La absorción de los recursos materiales y morales de la nación por la guerra fría, que se convirtió en un fin en sí misma, desempeñó ciertamente un papel. Se hizo mucho más difícil desarrollar programas de reconstrucción social a gran escala por la composición racial de los pobres en Estados Unidos, incluso aunque los blancos -por lo general, blancos sureños- fueran una mayoría entre ellos. La propia prosperidad aportada por el contrato social de la posguerra socavó la combatividad y militancia de la fuerza de trabajo sindicalizada, que quedó relativamente indefensa ante la competencia de la industria extranjera y la huida del capital norteamericano a otros países.

Los efectos que tuvieron esos cambios estructurales fueron magnificados a medida que el capital financiero (el reino del pillaje y liquidación de firmas productivas, de los derivados, de los hedge funds y de la especulación arcana) se hizo cuantitativa y cualitativamente dominante.

Este tipo de capitalismo, especialmente, requería la abstinencia política del Estado, que solamente podía obtenerse si poco a poco se compraba al Estado. El nuevo capitalismo hizo serios avances en el Partido Demócrata, reduciendo a una insistente actitud defensiva a los herederos del new deal que había en su seno. Cuando en 2008 el presidente Obama movilizó a millones de afroamericanos, a latinos, a jóvenes y viejos, a mujeres y a los restos del movimiento sindical, no fue menos solícito con el nuevo capitalismo, que tenía muchos menos votos pero mucho más dinero. La singular insignificancia de las iniciativas de la Casa Blanca en 2009, 2010 y este año en materia de estímulo económico, empleo y reconstrucción nacional podrían explicarse como un reflejo del real equilibrio de fuerzas políticas de la nación.

Dejando aparte el furor provocado por el Tea Party y el límite de la deuda, la explicación también podría estar en esa quinta columna constituida por los agentes ideológicos y políticos del nuevo capitalismo, que está ocupando la propia Casa Blanca. Desde este punto de vista, la extraordinaria buena disposición del presidente al acuerdo mutuo no es el resultado de un nuevo alineamiento de la política estadounidense, sino una parte previsible del mismo.

(*) Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola.



No hay comentarios: